Saturday, May 3, 2008

El SABER Y EL CREER EN LA LITERATURA CUBANA





por Dr. Roberto Méndez MARTÍNEZ



La literatura es un espacio privilegiado para el encuentro entre saber y creer. Se escribe de aquello que se conoce –aunque sea a medias–. El propio acto de escribir es ya –a pesar de cualquier mediación– una voluntad de comunicar algo que tiene que ver con lo que el individuo usufructúa de una herencia de larga data y también de sus gozosas o dolorosas constataciones personales. A la vez, el texto producido, se empapa del creer, de la íntima fe del autor. No me refiero únicamente a la llamada “literatura religiosa”, sino a cualquier obra literaria, porque al desentrañar ésta, por alejada que parezca de las cuestiones de la fe, de ella se puede extraer un credo particular. Escribir, en último caso, es hacer confesión pública, dar testimonio y ese discurso lleva, entrecruzadas, la extensión de nuestra gnosis y la profundidad de una fides que no siempre resulta evidente para el que se expresa. Mas si quien escribe ha ganado la conciencia de esa fe, su plenitud dolorosa, entonces puede exclamar como Cintio Vitier en Canto llano, el libro en que da testimonio de su conversión religiosa:

Déjame hablarte con mi rostro
y déjame verte con mis ojos,
y quema lo que en mi palabra
no sea fiel, o quémalo todo.(1)

No es posible recorrer de una vez toda la literatura cubana en busca de constataciones de ese especial encuentro. Detengámonos en tres ejemplos de particular elocuencia.


EL FUNDADOR


La literatura cubana, más allá de ciertos antecedentes –que pudieran considerarse casi como balbuceos- nace con el siglo XIX, en el momento en que se produce una singular alianza entre el clasicismo que deriva del pensamiento de la Ilustración y el romanticismo que brota, ansioso por cantar aquello que hace a la Isla muy diversa de su metrópoli. José María Heredia es la figura donde mejor encarnan estas ansias.

Heredia es a la vez nuestro primer gran poeta y el primer romántico. En él se dan una serie de conciliaciones que no pueden evaluarse con los raseros habituales: tiene una excelente formación clásica, conoce y traduce a Horacio y a Virgilio, se expresa habitualmente en los versos endecasílabos que maneja con fluidez y elegancia, sin embargo, su temperamento lo inclina hacia la efusión apasionada, hacia la confesión de la interioridad del yo.

Compone la oda “Niágara” en medio de un verdadero arrebato: en ella no hay verdadera descripción sino visión o casi podría decirse, entrevisión, no ya de ese particular paisaje, sino de la totalidad de la Naturaleza, y ésta lo lleva no sólo hasta el recuerdo de la Patria sino hasta la misma Divinidad.

No son muchos los que saben que, paralelamente al poema, él ha descrito su viaje hacia las cataratas en una serie de cartas dirigidas a Domingo del Monte. En ellas hay consideraciones económicas, políticas y hasta geológicas e hidrológicas, sobre los sitios del territorio norteamericano por donde pasa, hay páginas que son dignas de un Jovellanos o de cualquier otro de los ilustrados de España y América, pero una vez que contempla el paisaje de las cataratas, algo se transforma en él y entonces aparece de cuerpo entero el romántico:

Yo no sé qué analogía tiene aquel espectáculo solitario y agreste con mis sentimientos. Me parecía ver en aquel torrente la imagen de mis pasiones y de las borrascas de mi vida. Así como los rápidos del Niágara, hierve mi corazón en pos de la perfección ideal que en vano busco sobre la tierra. Si mis ideas, como empiezo a temerlo, no son más que quimeras brillantes, hijas del acaloramiento de mi alma buena y sensible, ¿por qué no acabo de despertar de mi sueño? ¡Oh! ¿cuándo acabará la novela de mi vida para que empiece su realidad?(2)

Todo esto queda rematado por una confirmación de su fe en Dios:

¿Veis esas columnas de vapores que, alzándose con un movimiento espantoso de rotación, van a confundirse con las nubes brillantes del estío, que pasan con lentitud sobre este teatro maravilloso? Así suben al Señor las preces de los hombres justos, que en su fervor sagrado unen la tierra con el cielo.(3)

Se ha dicho que Heredia estaba en deuda con otro viajero y romántico ilustre que le había precedido en ese sitio, el francés Chateaubriand. Sin embargo, más allá de la posible influencia literaria, el autor cubano queda perfectamente retratado en su oda: el hervor de la catarata, la luz que hace surgir un arcoiris de las aguas que se precipitan, el espanto del abismo, remueven todo su ser y entonces, queda a un lado una gran parte de su saber, para disponerse a confesar en lo que cree:



¡Dios, Dios de la verdad! En otros climas
Oí mentidos filósofos, que osaban
Escrutar tus misterios, ultrajarte,
Y de impiedad al lamentable abismo
A los míseros hombres arrastraban.
Por eso siempre te buscó mi mente
En la sublime soledad: ahora
Entera se abre a ti; tu mano siente
En esta inmensidad que me circunda,
Y tu profunda voz baja a mi seno
De este raudal en el eterno trueno.(4)


Los intelectuales de la generación de Heredia tienen una vivencia contradictoria del cristianismo, velada por la conducta de una Iglesia que, sujeta primero al Consejo de Indias, luego al Patronato Regio, tiene una jerarquía que actúa como servidora del poder colonial, lo que se agrava con la conducta nada ejemplar de una parte del clero –como constataría años después San Antonio María Claret–. El rostro de Cristo resulta velado por los horrores de la esclavitud y por la corrupción moral de una sociedad que se basa en la violencia de los gobernantes y la hipocresía de los gobernados. No es extraño que las mentes liberales, desde Del Monte y Saco hasta Luz y Caballero se sientan al margen de la Iglesia y de las prácticas sacramentales y tengan una actitud anticlerical irreductible.

Sólo dos figuras logran ir más allá de esta visión: el presbítero Félix Varela, aquel en quien mejor se concilian las virtudes evangélicas con el amor a la Patria hasta la muerte y José María Heredia,


quien es capaz de ser a la vez un conspirador independentista, en el seno de las logias masónicas, desde Cuba y luego desde México, y un católico consecuente. Su oda “A la religión” tiene la lucidez de condenar abiertamente la Inquisición y el fanatismo y separarlos de las enseñanzas de Cristo, a la vez que abogar por una purificación del cristianismo, purificado de toda violencia para que resplandezca ante el mundo:

Cobrarás la pureza de tu cuna,
Como después del huracán violento,
En el atormentado firmamento
Con más cándida faz brilla la luna;
Y el mundo te verá, desengañado,
Dictar con dulce tono
Leyes de paz y amor desde tu trono.(5)

Lo admirable en Heredia es que no se deja seducir por bando alguno, ni se somete a los estereotipos de los grupos en lucha: es liberal, pero no acepta el ateísmo, ni siquiera el deísmo, tan habitual entre los masones racionalistas; es católico y suscribe su doctrina y dogmas, pero sabe deslindar la fe de la actuación pública de las estructuras eclesiásticas y sueña con una libertad donde, entre otras cosas, la religión vuelva a la pureza del cristianismo primitivo. No podía pedirse más a un joven, de vida azarosa, arrancado de su patria y de los suyos, eterno peregrino, que muere a la edad de 35 años y deja un poema final que es una profesión de fe y una expresión del ansia de la vida eterna. Estos versos postreros están dedicados al sacramento de la Eucaristía, hay en ellos fuerte intertextualidad evangélica e inclusive resonancia de cánticos litúrgicos como la “Secuencia de Corpus Christi” de Tomás de Aquino.

Heredia busca su propia conciliación entre el Dios cristiano y el de la razón de un modo que parece influido por el pensamiento tomista. Vuelto hacia la paz doméstica, desengañado de guerras y de proyectos de democracias americanas, sueña con una conciliación entre razón humana y Ley divina, que traiga la paz al mundo. Abandonado por todos, menos por su esposa y su fe, postergada su ansia mayor: la libertad de Cuba, se dirige a Dios con ánimo penitente y voz que presagia la de su contemporáneo Plácido, antes del suplicio:


¡Extiende benigno tu misericordia,
(La misma, Dios bueno, que usaste conmigo)
A tanto infelice que es hoy tu enemigo
Y alumbre sus almas triunfante la fe!
Ojalá pudiera mi pecho afectuoso
Por todos servirte, por todos amarte,
De tantas ofensas fiel desagraviarte...
¿Mas cómo lograrlo ¡mísero! podré?
Permite a lo menos que mi labio impuro
Una su voz débil a los sacros cantos
Con que te celebran ángeles y santos,
Y ellos, Dios piadoso, te alaben por mí.
Mis súplicas oye: aumenta en mi pecho
Tu amor, Jesús mío, la fe, la esperanza,
Para que en la eterna bienaventuranza,
Te adore sin velo, y goce de ti.(6)


Dice José María Chacón y Calvo de estos últimos días: “La soledad le purificaba, acendraba su vivir interior”.(7) Todo lo demás estaba ya muy lejos. Hasta sus restos mortales iban a perderse.




EL POETA DE LA PLENITUD


José Martí no fue hombre de iglesia, pero las bases de su pensamiento son esencialmente cristianas. Formado en un hogar piadoso, humilde y sin muchas letras, recibió allí esa especie de ética elemental que los hombres sencillos llaman “ser hombre de bien”, luego, a través de Rafael María Mendive, su maestro por excelencia, recibirá lo mejor de la tradición del pensamiento cubano que venía desde Varela y Luz y Caballero.

¿Por qué del adolescente sensible que vive la atroz experiencia de la cárcel y escribe: “Dios existe, sin embargo, en la idea del bien, que vela el nacimiento de cada ser, y deja en el alma que encarna en él una lágrima pura. El bien es Dios”(8) no nace un católico ferviente? La respuesta habrá que buscarla en las circunstancias históricas.

En la Cuba de su tiempo, tras la muerte del Obispo Espada y el exilio de Varela, la Corona procura extirpar toda huella de liberalismo, el clero criollo es preterido en beneficio del peninsular, los obispos que se designan son, en líneas generales de pensamiento conservador y fieles al Trono. La juventud cubana va a inclinarse más hacia la masonería o simplemente hacia el escepticismo filosófico o el agnosticismo. Independentismo y anticlericalismo serán a lo largo del siglo XIX actitudes que parecen indisolubles.

Martí –y no vale la pena esconderlo– fue un fuerte crítico del catolicismo de su tiempo: rechazó la religiosidad marcada por el oscurantismo que encontró en España y en varias naciones de América; apoyó a los liberales de México y Guatemala en su lucha por separar Iglesia y Estado, declarar la enseñanza laica y obligatoria y establecer la absoluta libertad de cultos. Criticó fuertemente a la Santa Sede por su enfrentamiento a la unidad política italiana y por la torpeza con que manejó casos específicos como el cisma del padre Mc. Glynn en Estados Unidos. Dijo, quizá de manera demasiado unilateral que “la Iglesia está siempre de lado de los que pueden y triunfan”9 Creyó que la religión del futuro vendría de la unión de todas las religiones en una, de raíz panteísta, que rindiera culto a las fuerzas de la naturaleza al modo de Emerson y vio como modelo de educadores cristianos a aquellos que unieron las enseñanzas evangélicas con su actitud racionalista y rebelde a la jerarquía eclesial como es el caso de José de la Luz y Caballero en Cuba y Francisco de Paula Vigil en Perú. A propósito de este último escribe en 1875:

El cristianismo ha muerto a manos del catolicismo. Para amar a Cristo, es necesario arrancarlo de las manos torpes de sus hijos. Se le rehace como fue; se le extrae de la forma grosera en que la ambición de los pósteros convirtió las apologías y vaguedades que necesitaron para hablar a una época mitológica Jesús y los que propagaron su doctrina.(10)

Es significativo que en marzo de ese mismo año, el escritor diera a conocer en la Revista Universal de México un largo poema “Muerto” dedicado a la pasión y muerte de Cristo, posiblemente inspirado por la vivencia del Viernes Santo. El texto, redactado en versos endecasílabos, tiene mucho del ímpetu herediano y también la fuerza que anuncia un poema posterior sobre el mismo tema: El Cristo de Velásquez de Unamuno. Como


no está incluido en ninguna de las colecciones que él preparó, pocos conocen esta obra, que merece un estudio independiente. Baste con citar los versos finales:

Un leño se cruzó con otro leño;
Un cadáver –Jesús– hundió la arcilla,
Y al resplandor espléndido de un sueño,
Cayó en tierra del mundo la rodilla.
¡Un siglo acaba, nace otra centuria,
Y el hombre de la cruz canta abrazado,
Y sobre el vil cadáver de la Injuria
El Universo adora arrodillado.(11)


Unos años después, en un texto que nos ha llegado fragmentado: “Hay en el hombre...” afirma categórico:

Entre las numerosas religiones, la de Cristo ha ocupado más tiempo que otra alguna los pueblos y los siglos: esto se explica por la pureza de su doctrina moral, por el desprendimiento de sus evangelistas de los cinco primeros siglos, por la entereza de sus mártires, por la extraordinaria superioridad del hombre celestial que la fundó.

[…]los olvidos de la caridad cristiana a que, para afirmar un poder que han comprometido, se han abandonado los hijos extraviados del gran Cristo, no deben inculparse a la religión de Jesús, toda grandeza, pureza y verdad de amor. El fundador de la familia no es responsable de los delitos que cometen los hijos de sus hijos.

Todo pueblo necesita ser religioso. No sólo lo es esencialmente, sino que por su propia utilidad debe serlo.[...]El ser religioso está entrañado en el ser humano. Un pueblo irreligioso morirá, porque nada en él alimenta la virtud. Las injusticias humanas disgustan de ella; es necesario que la justicia celeste la garantice.(12)

Lector y admirador ferviente de Santa Teresa de Jesús, el poeta está muy cerca de los místicos cuando en una estrofa de los Versos sencillos define el sentido de la vida humana: “Cuando al peso de la cruz / el hombre morir resuelve, / sale a hacer bien, lo hace y vuelve, / como de un baño de luz.”(13) Es el mismo que escribe a Gonzalo de Quesada el 1 de abril de 1895, poco más de un mes antes de su caída en Dos Ríos: “En la cruz murió el hombre un día, pero se ha de aprender a morir todos los días.”(14)

El sueño martiano –ese por el que tantos le trataron despectivamente y como a un loco– iba más allá de fundar un Estado y tenía algo de religión, quería unir a todos los hombres sin distinción bajo la bandera del amor. Así lo describe en el prólogo de los Cuentos de hoy y de mañana de Rafael de Castro Palomino: “Todos los árboles de la tierra se concentrarán al cabo en uno, que dará en lo eterno suavísimo aroma: el árbol del amor –de tan robustas y copiosas ramas, que a su nombre se cobijarán sonrientes y en paz todos los hombres”.(15)

Martí a diferencia de otros libertadores de América no predica el odio al adversario, sino basa su campaña en pro de la independencia en la eliminación de los rencores, en el amor simbolizado en la rosa blanca de ese célebre poema, tan conocido y tan poco valorado en su alcance último. En 1893 escribía a su amigo y colaborador José Dolores Poyo: “La raíz que está en nosotros, ya se verá luego en el fruto: la raíz crece debajo de la tierra; sin raíz no habrá fruto luego. Lo que hemos hecho, el espíritu de lo que hemos hecho, la religión de amor en que el alma cubana está fundiendo sus elementos de odio”.(16)

No sabemos si hablaba de una república o de una iglesia, o en fin de ambas, cuando escribía a propósito del cisma de los católicos de New York: “¡Y son como siempre los humildes, los descalzos, los desamparados, los pescadores, los que se juntan frente a la iniquidad hombro a hombro, y echan a volar, con sus alas de plata encendida, el Evangelio!¡La verdad se revela mejor a los pobres y a los que padecen! ”(17), pero en esa cita está el presentimiento de un cristianismo renovado, más moderno y vital, como lo hemos experimentado en las últimas décadas.
Si en Varela, iluminado por su praxis eclesial, acción política y vida de fe son una misma cosa, en Martí la lucha por la independencia y el culto al amor, que es en última instancia defensa de la integridad del hombre, viene de la concordancia en su pensamiento del mensaje cristiano y los valores éticos permanentes que halla en diversos pensadores y culturas, el camino en él es más complejo e intelectualizado que en Varela, mas el resultado es el mismo.

Hace ya medio siglo, el investigador Maurice Pitchon dio a conocer un conjunto de opiniones provenientes de personalidades de diversas religiones sobre Martí, no nos sorprende entre ellas la del fraile franciscano y periodista Ignacio Biaín: “Todo en él está saturado de lo trascendente cristiano. Martí fue un hombre que se dejó bañar holgadamente en las aguas limpias de lo mejor del cristianismo”, pero resulta llamativo que el mensaje remitido por la Comunidad Hebrea de Tesalónica, en dialecto sefardí, afirmara: “José Martí, según resale de su obra, exprimió el verdadero espíritu del judaísmo...la pureza celeste del espíritu judío. Después de leer pensamientos martianos, el imán de Ahmedabbad, en la India escribe: “Esto es lo que el Gran Profeta del Islam predicó hace 1375 años a un mundo inquieto, inestable y combativo” mientras que el entonces pastor metodista de Ceilán dijo simplemente que Martí era un “ungido de Dios”. Todos de algún modo estaban en lo cierto.


¡Verso, nos hablan de un Dios
Adonde van los difuntos:
Verso, o nos condenan juntos,
O nos salvamos los dos!(18)


EL POETA ANTE LA PUERTA LATINA


En enero de 1966, José Lezama Lima escribía a su hermana Rosa: “Para mí ya ha sucedido todo lo que podía tocarme: el advenimiento de Cristo y la muerte de mi madre. Pues creo ya haber alcanzado en mi vida esa unidad entre los vivientes y los que esperan la voz de la resurrección, que es la eterna contemplación.”(19)

Es innegable que en su pensamiento hay una raíz cristiana. Pero, aunque Lezama sostuvo siempre su condición de escritor católico, su discurrir se mueve con una libertad que rebasa con mucho la ortodoxia religiosa. Su manera de fundir filosofía, teología, mito y poesía, su libre uso de los conceptos e inclusive, su peculiar manera de citar de memoria o con traducciones tan libres que muchas veces cambian el sentido del pasaje, además de la fantástica asociación de ideas provenientes de sistemas muy distintos, alejan al escritor tanto del neotomismo de un Maritain como del existencialismo cristiano de un Marcel y, más todavía, de la visión fundamentalista de un Claudel y lo acercan, sin embargo, por un lado a místicos que desarrollaron su itinerario con sumo desprendimiento de las convenciones escolásticas como Santa Teresa y más recientemente, Simone Weil.

En su poesía coexisten la alabanza a los dogmas centrales del catolicismo con una peculiar impregnación del arte cristiano que otorga una singular elegancia a su palabra, así lo demuestran en Enemigo rumor no sólo sus célebres “Sonetos a la Virgen” que arrancan con el epíteto de “Deípara” –definición dogmática del Concilio de Éfeso, pero que Lezama tuvo que asociar con aquel relieve a un costado de la catedral habanera que reza “Deípara domus”– sino también su “San Juan de Patmos ante la Puerta Latina”, derivado de un fresco del Giotto, donde el relato de la tradición piadosa del milagro que salva a Juan Evangelista del martirio en la olla de aceite hirviente, se funde con un cántico a la unidad entre el clasicismo latino y la fe cristiana:

Ante la Puerta Latina quieren bañar a San Juan de Patmos, su baño no es el del espejo y el pie que se adelanta, para recoger como en una concha la temperatura del agua.

No es su baño el del cuerpo remilgado que vacila entre la tibieza miserable del agua y la fidelidad miserable del espejo.
:


¡Gloria! El agua se ha convertido en un rumor bienaventurado.(20)

El poema parece una ilustración de aquellas afirmaciones suyas en una entrevista:

El católico vive en lo sobrenatural y profundiza el concepto griego de la terateia, pues está imbuido del paulino intento de substantivizar la fe, de encontrar una substancia de lo invisible, de lo inaudible, de lo inasible, alcanzando, dentro de la poesía, un mundo de rotunda y vigente significación.(21)
Como ha escrito el ensayista Ramón Xirau:

Poeta de la metáfora y de la imagen, Lezama Lima lo es de la carnalidad de una y de otra. La imagen se presenta como la “realidad del mundo invisible”; la metáfora hecha de tensiones opuestas lleva a las semejanzas. El mundo poético es un mundo hecho “a imagen y semejanza”; es también la creación de imágenes y de semejanzas. La poesía es así revelación de la divinidad.¿Cómo probar la verdad y la veracidad de las imágenes y de las “semejanzas” entre el universo del hombre y Dios? Lezama Lima, más agustiniano que tomista, más patrístico que aristotélico, renuncia a las pruebas. Hombre de fe, cercano a Tertuliano, Lezama sabe que no hay más prueba que la rica carga de imágenes y semejanzas que el hombre ha construido y edificado y que el hombre sigue edificando y construyendo de las eras fabulosas a las fábulas de nuestra era.(22)

Xirau reconstruye a Lezama a partir de un sistema cuya coherencia él procura validar: echa a un lado acarreos heteróclitos, contradicciones, citas apócrifas y burlas para mostrar cómo en sus páginas a partir de la palabra poética, por la metáfora, se asciende a la recuperación de la imagen y semejanza con Dios y a la búsqueda de la Resurrección.

Haciéndose deudor de la teología del heterodoxo Tertuliano, el escritor funda el hallazgo poético en la noción de milagro, aquello que rompe las cadenas causales: “lo creíble porque es increíble...y lo cierto porque es imposible”.(23) En el centro de su visión está la imagen concebida como “realidad del mundo invisible” que se apoya en la esperanza cristiana en la resurrección. Pero aún esta esperanza tiene un valor polémico, pues para él funciona como una respuesta a las formulaciones del existencialismo de Heidegger, por eso escribe en su singular ponencia “Sobre poesía”, presentada al Congreso Cultural de La Habana, en enero de 1968, para perplejidad de muchos: “Superación de la frase de Heidegger: el hombre es un ser para la muerte. ¿Y el poeta? Es el ser que crea la nueva causalidad de la resurrección”.(24)

El propio Xirau fue el primero en reconocer la dimensión teológica de Paradiso, la novela de Lezama, “en la que lo infernal, el mal del mundo, se trasmuta para poner en carne viva la imagen de las resurrecciones. Paradiso es una de las grandes summas que Lezama buscaba en La expresión americana”.(25)

Paradiso, que puede ser concebido como una “novela de aprendizaje”, es también como un itinerario espiritual. El crecimiento de José Cemí, la búsqueda del conocimiento de sí mismo que se traduce en el camino hacia la imago, se convierte en una especie de ordenamiento del universo en el que se procura discernir el bien y el mal, orientar la existencia humana hacia la recuperación de la “imagen y semejanza” con Dios, perdidas por el pecado. Todo el fluir novelesco parece orientarse hacia esto: el devenir de la existencia halla su imagen última cuando es confrontado con la dimensión trascendente. Lo que es potencial, fragmentario y confuso en lo humano, debe hallar su cumplimiento en la plenitud divina.

Toda la novela es precisamente un procurar vencer a la muerte y buscar la Resurrección. En el capítulo XI, el frondoso diálogo de Cemí y Fronesis, que comienza por el significado pitagórico de los números y continúa con el fatum en la tragedia Antígona deriva en la imagen de San Jorge combatiendo al dragón –reiterada por Lezama en varias ocasiones para explicar lo hipertélico, lo que va más allá de su finalidad– para concluir con una reinterpretación del Juicio Final, derivada del capítulo XXV del Evangelio de Mateo y del Apocalipsis. Uno de los aspectos más interesantes de esta medio delirante disquisición, es la síntesis que establece Lezama entre el elemento cristiano y la tradición griega: “San Jorge es la réplica cristiana de Antígona, sólo que en el primero actúa la gracia, en la victoria y en el sacrificio, y a Antígona la fatalidad la ciega, entierra a su hermano muerto, pero provoca la muerte de su escogido Hemón”.(26)

Tampoco Lezama, que tan bien concilia su saber y su creer, está libre de contradicciones en sus relaciones con la Iglesia. Es un hombre que se proclama católico, más allá de la distancia que eso pudiera significar con muchos de sus colegas e inclusive del rechazo y hasta marginación que eso implicaba en los últimos lustros de su existencia, sin embargo, su hermana Eloísa ha escrito:

En relación con la religiosidad de mi hermano, Gaztelu tiene el concepto de que era de una altísima religiosidad. Yo discrepo. Mi hermano era religioso y adoraba la liturgia de la Iglesia, lo vislumbraba. Ese barroco de la iglesia, siempre le fascinó la ceremonia. Yo no creo que mi hermano llegase a ir a misa. Mientras yo estuve allí en Cuba, yo nunca lo vi. Él era positivamente muy conceptuoso y todo lo que hacía era muy profundo, su misma escritura. Ahora bien, un católico…(27)

Lezama fundó con el presbítero, poeta y amigo, Ángel Gaztelu, la revista Nadie Parecía, que se definía como “Cuaderno de lo bello con Dios”, de la que salieron diez números, entre 1942 y 1944. Fue la revista católica de más nivel intelectual que Cuba haya tenido, en sus páginas había desde textos de San Bernardo hasta San Juan de la Cruz, traducciones del latín, versos de Juan Ramón Jiménez y de los propios editores y un editorial en cada número, redactado por Lezama, que luego recogió como poemas en prosa en su libro La fijeza. Sin embargo, la publicación no buscó ni obtuvo el reconocimiento y apoyo de la jerarquía eclesiástica. Era arte católico, no de propaganda y la altura estética de los textos no parecía demasiado apta para que los frecuentara la gente piadosa y simple.


El catolicismo de Lezama es una opción vivencial, muy imbricada dentro de su obra y puede verse como una manera singular de vivir su condición de laico. Celebró y defendió su fe, a su manera peculiar y en el círculo de la vida intelectual, especialmente entre los autores que le rodeaban y que tendrían su máxima expresión en la revista Orígenes. No le eran afines las prácticas pietistas, ni tampoco el apostolado en materia de doctrina social. Lo suyo era el arte que refleja la gran tradición latina y la herencia de siglos de arte religioso. En un panorama que seguía marcado por el anticlericalismo y el “descreimiento”, más o menos sazonado por el surrealismo y el existencialismo, su actitud fue vista como conservadora o anacrónica.

En realidad él buscaba, a su modo, una síntesis de la tradición religiosa con el ser cubano, a partir de lo más venerable del arte y la teología. Es su propia experiencia, que muchos sufrimientos y soledades le trajo. Más de una vez debió sentirse como el Juan Evangelista, martirizado ante la Puerta Latina de que nos habla en el texto ya citado
La nube que trajo a San Juan se va extendiendo
por la caverna, como el órgano que impulsa las
nuevas formas del Crucificado.
San Juan no tiembla, apenas mira, pero dice:
Haced en este sitio una pequeña iglesia católica.(28)

Notas:
(1) Cintio Vitier: Canto llano, “XXXVI”. En: Testimonios, La Habana, Unión, 1968, p.48.
(2) José María Heredia: “Carta desde Manchester, 17 de junio de 1824”. En: Poesías, discursos y cartas, La Habana, Cultural SA, 1939, tomo II, p.71
(3) Ibid, p.72.
(4) JMH: “Niágara”. En: Obra poética, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1993, p.250
(5) JMH: “A la Religión”, OP, p.224.
(6) JMH: “Últimos versos”, OP, p.236-237.
(7) José María Chacón y Calvo: “Heredia y su influjo en nuestros orígenes nacionales”. En: Estudios heredianos, La Habana, (E)ditorial Letras Cubanas, La Habana, 1980, p.123.
(8) José Martí: “El presidio político en Cuba”, Obras Completas, La Habana, Editorial Ciencias Sociales, 1975, tomo 1, p.45.
(9) José Martí: “Que el Papa viene”, OC, tomo 19, p.392.
(10) José Martí: “Francisco de Paula Vigil. -El cristianismo y la curia. -José de la Luz y Caballero”, OC, tomo 6, p. 313.
(11) José Martí: “Muerto”. OC, tomo 17, p.62.
(12) José Martí: “Hay en el hombre”, OC, t.19, p.392.
(13) José Martí: Versos sencillos,XXVI, OC, t.16, p.101.
(14) José Martí: Carta a Gonzalo de Quesada, 1 abril, 1895, OC, t.20, p.476.
(15) José Martí: Prólogo a “Cuentos de hoy y de mañana” de Rafael de Castro Palomino, OC, t. 5, p.103.
(16) José Martí: Carta a José Dolores Poyo, 20 de diciembre de 1893, OC, t.2, p. 462.
(17) José Martí: “El cisma de los católicos en New York”, OC, t.11, p.139.
(18) José Martí: Versos sencillos, XLVI, OC, t.16, p.126.
(19) José Lezama Lima: “Carta a Rosa Lezama, enero 1966”. En: Cartas a Eloísa y otra correspondencia. Madrid, Editorial Verbum, 1998, p.109.
(20) JLL: “San Juan de Patmos ante la Puerta Latina”, Poesía completa, La Habana, Instituto del Libro, 1970, p.80.
(21) JLL: “Suma de conversaciones”. En: ALVAREZ BRAVO, Armando: Órbita de Lezama Lima. La Habana, Ediciones Unión, 1966 p.43.
(22) Ramón Xirau: “Crisis del realismo”. En: América Latina en su literatura. Compilación de César Fernández Moreno, Siglo XXI Editores- UNESCO, 1972, p.201.
(23) JLL: “Suma de conversaciones”, p.40.
(24) JLL: “Sobre poesía”. En: Imagen y posibilidad, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1992, p.135.
(25) R.X: “Crisis del realismo”, p.201.
(26) JLL: Paradiso, La Habana, Ediciones Unión, 1966, p.444.
(27) Eloísa Lezama Lima: “María y Lezama. Encuentros en La Habana”. En: Correspondencia entre José Lezama Lima y María Zambrano. Sevilla, Espuela de Plata, 2006, p.17.
(28) JLL: “San Juan...”, p.78.

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