Balance de Benedicto XVI de su viaje apostólico a los Estados Unidos
Intervención de Benedicto XVI en la audiencia general del miércoles en la que hizo un balance de su visita apostólica a los Estados Unidos del 15 al 21 de abril.
Ciudad del Vaticano, 30 abril 2008.
Queridos hermanos y hermanas:
Si bien han pasado ya varios días desde mi regreso, deseo dedicar la catequesis de hoy, como de costumbre, al viaje apostólico que he realizado a la Organización de las Naciones Unidas y a los Estados Unidos de América del 15 al 21 de abril pasado. Ante todo renuevo mi más cordial reconocimiento a la Conferencia Episcopal estadounidense, así como al pres! idente Bush, por haberme invitado y por la cálida acogida que me han brindado. Pero quisiera ampliar mi agradeciendo a todos los que en Washington y en Nueva York han venido a saludarme y a manifestar su amor por el Papa, o que me han acompañado y apoyado con la oración y con el ofrecimiento de sus sacrificios.
Como es sabido, la ocasión de la visita ha sido el bicentenario de la elevación como sede metropolitana de la primera diócesis del país, Baltimore, y la fundación de las sede de Nueva York, Boston, Filadelfia y Louisville. En este aniversario típicamente eclesial, he tenido la alegría de visitar personalmente por primera vez, como sucesor de Pedro, el querido pueblo de los Estados Unidos de América para confirmar en la fe a los católicos, para renovar e incrementar la fraternidad con todos los cristianos, y para anunciar a todos el mensaje de «Cristo nuestra esperanza», c! omo decía el lema del viaje.
En el encuentro con el señor presidente, en su residencia, pude rendir homenaje a ese gran país, que desde los inicios se ha edificado a partir de una feliz conjugación entre principios religiosos, éticos y políticos, y sigue siendo un válido ejemplo de sana laicidad, donde la dimensión religiosa, en la diversidad de sus expresiones, no sólo es tolerada, sino valorada como "alma" de la nación y garantía fundamental de los derechos y de los deberes del ser humano. En este contexto, la Iglesia puede desempeñar con libertad y compromiso su misión de evangelización y promoción humana y, al mismo tiempo, puede ser de estímulo para un país, como los Estados Unidos, al que todos dirigen su mirada como uno de los principales agentes del escenario internacional, para que se oriente hacia la solidaridad global, cada vez m&aa! cute;s necesaria y urgente, y hacia el ejercicio paciente del diálogo en las relaciones internacionales.
Naturalmente la misión y el papel de la comunidad eclesial estuvieron en el centro del encuentro con los obispos, que tuvo lugar en el Santuario Nacional de la Inmaculada Concepción, en Washington. En el contexto litúrgico de las vísperas, alabamos al Señor por el camino recorrido por el pueblo de Dios en los Estados Unidos, por el celo de sus pastores, y por el fervor y la generosidad de sus fieles, que se manifiesta en la elevada y abierta consideración de la fe y en innumerables iniciativas caritativas y humanitarias en el país y en el extranjero. Al mismo tiempo, pude apoyar a mis hermanos en el episcopado en su difícil tarea de sembrar el Evangelio en una sociedad marcada por muchas contradicciones, que amenazan la coherencia de los católicos y del mismo clero. Les animé a elevar su voz so! bre las cuestiones morales y sociales actuales y a formar a los fieles laicos para que sean buena "levadura" en la comunidad civil, a partir de la célula fundamental que es la familia. En este sentido, les exhorté a volver a proponer el sacramento del Matrimonio como don y compromiso indisoluble entre un hombre y una mujer, ámbito natural de acogida y de educación de los hijos. La Iglesia y la familia, junto a la escuela, especialmente la de inspiración cristiana, deben cooperar para ofrecer a los jóvenes una sólida educación moral, pero en esta tarea también tienen una gran responsabilidad los agentes de la comunicación y del entretenimiento. Pensando en el doloroso caso de los abusos sexuales a menores cometidos por ministros ordenados, quise expresar a los obispos mi cercanía, animándoles en el compromiso de curar las heridas y de reforzar las relaciones con sus sacerdotes. Respondiendo a algunas preguntas planteadas por los obispos, subrayé algunos aspectos importantes: la relación intrínseca entre el Evangelio y la «ley natural»; la sana concepción de la libertad, que se comprende y se realiza en el amor; la dimensión eclesial de la experiencia cristiana; la exigencia de anunciar de manera nueva, en especial a los jóvenes, la «salvación» como plenitud de vida, y de educar en la oración, de la que florecen las respuestas generosas a la llamada del Señor.
En la grande y festiva celebración eucarística en el Nationals Park Stadium de Washington invocamos al Espíritu Santo sobre toda la Iglesia que está en los Estados Unidos de América, para que firmemente arraigada en la fe transmitida por los padres, profundamente unida y renovada, afronte los desafíos presentes y futuros con valentía y esperanza, esa es! peranza que «no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Romanos 5, 5).
Uno de estos desafíos es ciertamente el de la educación y, por este motivo, en la Catholic University of America me reuní con los rectores de universidades y de centros universitarios católicos, con los responsables diocesanos para la enseñanza, y con los representantes de los profesores y alumnos. La tarea educativa es parte integrante de la misión de la Iglesia, y la comunidad eclesial estadounidense siempre se ha comprometido mucho en este campo, ofreciendo al mismo tiempo un gran servicio social y cultural a todo el país. Es importante que esto pueda continuar. Y es asimismo importante cuidar la calidad de los centros católicos de enseñaza para que en sellos se forme verdaderamente según «la medida de la madurez&! raquo; de Cristo (Cf. Efesios 4, 13), conjugado fe y razón, libertad y verdad. Con alegría, por tanto, he confirmado a los formadores en su precioso compromiso de caridad intelectual.
En un país con una vocación multicultural, como los Estados Unidos de América, han asumido especial importancia los encuentros con los representantes de las demás religiones: en Washington, en el Centro Cultural Juan Pablo II; con judíos, musulmanes, hindúes, budistas y jainistas; en Nueva York, la visita a la Sinagoga. Momentos, en especial este último, muy cordiales, que han confirmado el compromiso común por el diálogo y la promoción de la paz y de los valores espirituales y morales. En la que puede considerarse como la patria de la libertad religiosa, quise recordar que ésta siempre debe ser defendida con un esfuerzo conjunto, para evitar toda forma de discriminación y prejuicio. E hice hincapié en la gran responsabilidad de los representantes religiosos, tanto al enseñar el respeto y la no violencia, como al mantener vivas las preguntas más profundas de la conciencia humana. La celebración ecuménica, en la iglesia parroquial de san José, también se caracterizó por una gran cordialidad. Juntos pedimos al Señor que aumente en los cristianos la capacidad de dar razón, también con una unidad cada vez más grande, de su única esperanza (Cf. 1 Pedro 3,15), basada en la fe común en Jesucristo.
El otro objetivo principal de mi viaje era la visita a la sede central de la ONU: la cuarta visita de un Papa, después de la de Pablo VI en 1965 y de las dos de Juan Pablo II en 1979 y en 1995. En la celebración del sexagésimo aniversario de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, la Providencia me ha permitido confirmar, ! en la más amplia y autorizada asamblea supranacional, el valor de esta Carta, recordando su fundamento universal, es decir, la dignidad de la persona humana, creada por Dios a su imagen y semejanza para cooperar en el mundo en su gran designio de vida y de paz. Al igual que la paz, el respeto de los derechos humanas se arraiga en la «justicia», es decir, en un orden ético válido para todos los tiempos y para todos los pueblos, que puede resumirse en la famosa máxima «No hagas a los demás lo que no querrías que te hicieran a ti mismo», o, expresada de manera positiva con las palabras de Jesús: «todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros a ellos» (Mateo 7,12). Sobre esta base, que constituye la contribución típica de la Santa Sede a la Organización de las Naciones Unidas, renové, y vuelvo a renovar hoy, el compromiso de la Iglesia católica por contribuir a reforzar las relaciones internacionales, caracterizadas por los principios de responsabilidad y de solidaridad.
En mi espíritu han quedado fuertemente grabados también otros momentos de mi permanencia en Nueva York. En la catedral de Saint Patrick, en el corazón de Manhattan --verdaderamente una «casa de oración para todos los pueblos»--, celebré la santa misa por los sacerdotes y los consagrados, venidos de todas las partes del país. No olvidaré nunca el calor con que me felicitaron por el tercer aniversario de mi elección a la sede de Pedro. Fue un momento conmovedor, en el que experimenté de manera sensible todo el apoyo de la Iglesia por mi ministerio. Lo mismo puedo decir del encuentro con los jóvenes y seminaristas que se celebró precisamente en el seminario diocesano, precedido por una cita muy significativa con lo! s chicos y chicas con discapacidades y con sus familiares. A los jóvenes, que por naturaleza tienen sed de verdad y de amor, les propuse algunas figuras de hombres y mujeres que han testimoniado de manera ejemplar el Evangelio en tierra estadounidense, el Evangelio de la verdad que hace libres en el amor, en el servicio, en la vida entregada por los demás. Al ver las tinieblas de hoy que amenazan su vida, los jóvenes pueden encontrar en los santos la luz que las disipa: ¡la luz de Cristo, esperanza para todo hombre! Esta esperanza, más fuerte que el pecado y la muerte, animó el momento henchido de emoción que pasé en silencio en el cráter de la Zona Cero, donde encendí una vela rezando por todas las víctimas de esa terrible tragedia. Por último, mi visita culminó con la celebración eucarística en el Yankee Stadium de Nueva York: llevo todavía en el corazó! n esa fiesta de fe y de fraternidad, con la que celebramos los doscientos años de las diócesis más antiguas de América del Norte. El pequeño rebaño de los orígenes se ha desarrollado enormemente, enriqueciéndose con la fe y las tradiciones de sucesivas oleadas de inmigración. A esa Iglesia, que ahora afronta los desafíos del presente, he tenido la alegría de anunciar nuevamente a «Cristo nuestra esperanza» ayer, hoy y siempre.
Queridos hermanos y hermanas: os invito a uniros a mí en la acción de gracias por el alentador resultado de este viaje apostólico y en la súplica a Dios, por intercesión de la Virgen María, para que produzca abundantes frutos para la Iglesia en los Estados Unidos y en todas las partes del mundo
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