Ve a la tierra que yo te mostraré...»
(Gn 12,1)
Dolores ALEIXANDRE
Religiosa del Sagrado Corazón
Profesora de Sagrada Escritura
en la Universidad de Comillas
Madrid
Como la de Abraham, como la de los profetas, como la de
cualquiera de aquellos que un dia, allá en Galilea, se pusieron en
marcha para seguir a Jesús, la historia de la vida religiosa está
marcada desde su origen por los desplazamientos: Antonio, el gran
padre de los monjes, salió de una sociedad que había comenzado a
ser cristiana, al menos de nombre, y se adentra en el desierto
buscando un modo de vida extremo que recordara a la Iglesia la
preferencia absoluta por Cristo.
En la Edad Media, la vida religiosa, que había emprendido su
peregrinación por toda Europa, se había integrado en el tejido
social de la Iglesia, y la vida de los monasterios lindaba con las
fronteras de la cristiandad.
Domingo y Francisco inventaron nuevas formas, provocaron
nuevos desplazamientos e hicieron posible que se adaptara a las
necesidades apostólicas de una sociedad en cambio. Nació una
vida conventual que salía al encuentro de los hermanos a través de
la predicación y de la vida mendicante.
La propuesta de Ignacio fue radicalmente diferente, tanto
respecto al monaquismo como a la vida conventual: la misión
pasaba a ser el lugar de ascesis, la ocasión de oración y de
práctica comunitaria. La itinerancia se convertía en la situación
habitual.
La intuición de estos tres grandes fundadores no pudo ser
realizada en plenitud: ni la sociedad ni la Iglesia tenían suficiente
flexibilidad ni capacidad institucional para proporcionarles las
estructuras necesarias. La itinerancia quedó limitada, y las nuevas
órdenes se vieron obligadas a hacerse cargo de los servicios y
urgencias a los que la sociedad no podia atender.
A partir del siglo XVI y hasta nuestros dias, la mayor parte de las
congregaciones de vida apostólica se comprometieron en una red
de instituciones, principalmente educativas y hospitalarias, que, a la
vez que aseguraban un verdadero servicio humano, permitían a la
VR apostólica tener una inserción social, un punto de apoyo tanto
para la formación de sus miembros como para su trabajo con vistas
al Reino.
La VR tomó un rostro nuevo: frente a los monasterios y a los
conventos de las Ordenes mendicantes, se presentaba como una
institución de servicio social. Pero, paradójicamente, las nuevas
casas llamadas de «vida activa» tenían toda la apariencia de
monasterios en los que el cuidado de los enfermos o la enseñanza
ocupaban el lugar del oficio coral. Esta situación correspondía a las
necesidades y posibilidades de la época y era una manera
auténtica, aunque limitada, de poner por obra la intuición
fundadora.
Este tipo de vida extendió su presencia de una manera
espectacular, especialmente en la Europa del siglo XIX. El servicio
que prestaba era inmenso, pero la contrapartida era que la VR era
percibida como un medio para prestar un mejor servicio y tenía
tendencia a identificarse con lo que hacia.
El siglo xx trae otros acentos y otros desplazamientos: surgen los
institutos seculares; aparecen nuevas formas de ministerios para los
que desean servir en la Iglesia; los jóvenes encuentran otras
posibilidades abiertas, y las vocaciones religiosas comienzan a ser
menos, al añadirse a estos factores la disminución demográfica y la
reducción del número de cristianos activos.
Otro fenómeno ha venido a acentuar la tensión: la sociedad civil
se va haciendo cada vez más suficiente a la hora de atender los
servicios sociales, y muchos religiosos/as pasan por la dolorosa
impresión de que se necesita menos su presencia para tareas que
habían considerado esenciales dentro de su vocación1. A la crisis
de reclutamiento se suma la crisis de identidad...
Una vez más, la VR se encuentra en trance de cambio y de
emprender o continuar su vocación de peregrino que escudriña los
signos de los tiempos para saber hacia dónde tiene que ir, para
salir, como Abraham, de tierras que le son conocidas y caminar
obedientemente allí donde su Señor le señale.
Este rasgo del desplazamiento, que no es necesariamente
geográfico, pero que tiene mucho de simbólico, es una invitación a
buscar en la Biblia personajes en trance de itinerancia, gente en
movimiento de acá para allá, cambiando de lugar y en relación con
adverbios de movimiento.
Es verdad que los tiempos cambian y no se repiten de nuevo,
pero los modos de afrontarlos pueden tener rasgos muy comunes, y
por eso los personajes bíblicos son hoy palabra «antigua» de Dios
para nosotros que se convierte en fuente constante de inspiración y
sabiduría.
He intentado focalizar cuatro desplazamientos-tipo realizados por
cuatro personajes del AT:
JONÁS: ir más allá.
RUT: estar más cerca.
ELÍAS: descender más abajo.
JACOB: entrar más adentro.
Y en cada uno de ellos tratar de descubrir dos elementos que
están presentes en el dinamismo de cada desplazamiento: el
elemento ruptura y el elemento vinculación.
1. Jonás: ir más allá
JONAS/MAS-ALLA: El libro de Jonás se abre con un mandato de
desplazamiento dirigido por Dios a su profeta: «'Levántate y vete a
Nínive, la gran ciudad, y proclama en ella que su maldad ha llegado
hasta mi'. Se levantó Jonás para huir a Tarsis, lejos del Señor; bajó
a Jaffa y encontró un barco que zarpaba para Tarsis, pagó el precio
y embarcó para navegar con ellos a Tarsis, lejos del Señor» (Jon
1,1-3).
Jonás vivía tranquilo y ordenado y tenía, como el hijo mayor de la
parábola de Jesús, las fronteras muy claras sobre los que son
buenos y los que son malos; los que tienen derecho a la alianza y a
la bendición del Señor y los que no. Y sobre los sitios en los que
hay que ejercer el ministerio profético y aquellos a los que no hay ni
que asomarse, porque no se lo merecen, o porque no son
rentables, o porque allí no se le ha perdido nada a un israelita como
Dios manda.
Jonás también tenía, gracias a Dios, muy claras las ideas y muy
aprendidos los dogmas y muy bien formadas las imágenes sobre
Dios. Y sabía estupendamente en qué consistía su voluntad y
cuáles eran sus designios inmutables y cómo tenía que ser el
contenido doctrinal de una buena predicación.
En definitiva, Jonás estaba preparadísimo para ser un buen
profeta, un profeta voluntarioso y cumplidor, y estaba decidido a
continuar la tradición profética más segura, más acreditada y más
en la línea de lo que siempre se había hecho.
Y, de pronto, Dios irrumpió en su vida como un vendaval y le
desbarató las fronteras y los límites: «Levántate, vete a Nínive, la
gran ciudad, y proclama lo que yo te diga». Era una invitación a
asomarse al borde de ese abismo que es el apasionamiento de Dios
por su mundo, su deseo de acogerle y hacerle llegar su misericordia
entrañable.
Nínive, «la gran ciudad», era símbolo de todos los alejados, de
todos los separados. Jonás sintió que se le confiaba la misión de
llamarlos a la conversión, de recordar a toda aquella gente, tan
perdida que las puertas del gran hogar paterno estaban abiertas de
par en par, que a Dios le corría prisa que volvieran, porque su
perdón estaba impaciente, y el pan de su ternura les estaba
esperando.
Jonás se asomó a aquel abismo y le entró vértigo. Salió huyendo.
Dios le mandaba a Nínive, y él se embarcó rumbo a Tarsis:
exactamente en dirección contraria.
Pero en su huida todo se vuelve obstáculos: hay una tempestad,
los marineros le echan la culpa y le tiran por la borda, un pez se lo
traga. Y es que a Jonás, que se sabía de memoria toda la suma
teológica, se le había olvidado lo insistente que puede ser Dios. Y
es que allí donde a nosotros se nos acaba, le empieza a él la
paciencia; y, cuando a nosotros nos invade el escándalo ante la
dureza del corazón del profeta rebelde, la voz de Dios resuena
tranquila, nacida de unas entrañas que, a pesar de todo, siguen
esperando.
«Por segunda vez fue dirigida la palabra del Señor a Jonás en
estos términos: 'Vete a Nínive, la gran ciudad, y proclama lo que yo
te diga'» (4,1). Como si no hubiera pasado nada, como si fuera la
primera vez...
Y Jonás se fue a Nínive y predicó allí. Y cuando Nínive se
convirtió, Jonás se disgustó mucho y se quejó a Dios, cosa que a
nosotros, tan deseosos de éxitos apostólicos, nos parece
extrañísimo:
«¡Ay, Yahvé! ¿No es esto lo que yo decía cuando estaba todavía
en mi tierra? Por eso me apresuré a huir a Tarsis. Porque bien
sabía yo que tú eres un Dios entrañable y misericordioso, tardo a la
cólera y rico en amor, que se arrepiente del mal...»
Esas palabras son el nudo que revela todo el secreto del relato y
cuál fue la ruptura que se le pidió a Jonás: tenía que dejar atrás
todas sus ideas sobre Dios y vincularse a alguien que le llevaba
más allá de sus fronteras y le dejaba en una intemperie
amenazadora y vacía de seguridades.
A eso se resistía Jonás, porque no era a Nínive a quien temía,
sino a Dios; y no era su cólera lo que le atemorizaba, sino su amor
incontrolable y desmesurado.
Pobre Jonás, o dichoso Jonás, a quien Dios quiso elegir como
compañero de juego y le fue ganando, una a una, todas las
partidas, hasta darle un jaque mate en el que, misteriosamente, fue
el vencido quien salió ganando...!
De Tarsis a Nínive
Seguramente no nos resulta difícil indentificarnos con Jonás en
mucho de lo que hemos vivido en la vida religiosa a partir del
Concilio. También a nosotros nos crujieron entonces muchas de
nuestras viejas ideas sobre Dios, y sobre la manera de servirle, y
sobre los lugares en que hacernos presentes. Se nos tambalearon
las seguridades, y el sistema de creencias que creíamos inamovible
se reveló incapaz de sostenernos. Se nos pidió una ruptura difícil,
realizamos un enorme esfuerzo, supimos de crisis y de sacudidas, y
mucha gente se nos quedó por el camino. Y, a lo mejor, después de
la tormenta, creímos que al fin estábamos seguros en el vientre de
la ballena, y pensamos: «gracias a Dios, ya ha pasado el alboroto
de la renovación, ya hemos alcanzado la estabilidad, ya nos han
aprobado las nuevas Constituciones y ya casi no nos calificamos
unos a otros de 'tradicionales' o 'progresistas'».
Pero, de pronto, puede sorprendernos la evidencia de que
aquello no había sido más que una etapa, y que ahora la ballena
nos ha vomitado en la Nínive de un mundo técnico y secularizado en
el que Dios parece estar ausente y al que las palabras que nosotros
pronunciamos le son prácticamente indescifrables y los valores que
tratamos de anunciar le resultan arcaicos e irrelevantes.
Nuestros hábitos culturales se sienten amenazados; no ejercemos
como antes el liderazgo moral; tenemos delante problemas para los
que desconocemos la respuesta; nos resistimos a ser tragados por
la «invisibilidad social»...
Por eso nos acomete la tentación de huir a una «Tarsis» que
puede tener muchos nombres y llamarse refugio en nuevas
sacralizaciones, restauracionismo, individualismo, fuga hacia el
espiritualismo, encerramiento en pequeños mundos, dependencia,
instalación, repetición de esquemas ya fijados, dogmatismo,
nostalgia, pesimismo, vuelta a las normas...
Pero, lo mismo que Jonás, podemos escuchar una llamada
persistente que vuelve a invitarnos a correr la aventura de Nínive, a
aceptar el riesgo de una vinculación nueva a un Dios
desconcertante que nos empuja a ir más allá de lo conocido, que
está queriendo desplazarnos más allá, hacia los desiertos, las
periferias y las fronteras, allí donde está su humanidad más herida y
donde sus hijos, por debajo de la apariencia de la intrascendencia y
del divertimento, viven la brecha abierta de la pregunta por el
sentido y el silencio vacío que espera una Palabra.
Son ninivitas bastante reacios a convertirse en objeto de nuestro
apostolado y no parecen necesitar mucho de nuestras instituciones,
nuestras enseñanzas, nuestra predicación o nuestras respuestas;
pero con ellos podemos hablar el lenguaje del servicio, de la
presencia, del diálogo, del testimonio, del anuncio gratuito, de la
disponibilidad para hacer camino con ellos y aguantar juntos la
incertidumbre y la dureza de la vida.
Quizá nos estamos resistiendo a todo eso que nos aleja de un
territorio que nos era familiar; pero muchas de las insatisfacciones
que sentimos y de los problemas de los que nos quejamos
(«estamos tan mayores, no tenemos vocaciones, hay muchas
dificultades comunitarias...») pueden ser como la tormenta, la
ballena, el gusano que secó el ricino de Jonás o el viento solano
que le abrasó la cabeza. Y, lo mismo que para él, pueden tener la
función pedagógica de forzarnos a dar la vuelta de nuestros Tarsis,
decidirnos a entablar diálogo con Nínive y, sobre todo, perderle el
miedo a ese Dios que asedia nuestra vida a través de los extraños
caminos de su gracia.
2. Rut: estar más cerca
RUT/CERCANIA: El destino de esta preciosa figura femenina,
protagonista de una de las narraciones didácticas más bellas del
AT, está también atravesado por el símbolo del desplazamiento:
cuando Noemí, su suegra, después de perder a su marido y a sus
dos hijos, en tierras de Moab, decide volver a Belén, su pueblo de
origen, Rut, en contra de toda lógica y de toda previsión, toma una
decisión arriesgada e insensata: quedarse cerca de su suegra,
acompañarla en su futuro incierto, adherirse a ella para lo bueno y
para lo malo, permanecer a su lado en cualquier circunstancia. «No
insistas en que te abandone y me separe de ti, porque donde tú
vayas, yo iré; donde habites, habitaré. Tu pueblo será mi pueblo, y
tu Dios será mi Dios. Donde tú mueras, moriré, y allí seré enterrada.
Sólo la muerte nos separará» (/Rt/01/16-18).
El relato comienza introduciendo motivos de muerte: hambre,
miseria, emigración forzosa, muerte, esterilidad, carencia de tierra...
El final es esplendoroso: la bendición de Yahvé se hace presente
otorgando fecundidad a un matrimonio feliz, abundancia, alegría.
Una extranjera se injerta en el tronco de Israel, y de su
descendencia nacerá David. Su nombre ha atravesado las barreras
del tiempo y ha conseguido aparecer en la genealogía de Jesús
según Mateo.
La presencia de Dios en la narración es discreta y silenciosa: no
sucede nada milagroso ni extraordinario ni llamativo. El escenario es
el de los trabajadores del campo, el ritmo de las estaciones, la
sencilla cotidianeidad... Yahvé aparece como un Dios cercano que
actúa en la esfera humana como una corriente subterránea que la
fecunda. No aparece en la superficie, pero está presente y activo a
niveles profundos. Se trata de una presencia no reservada al
ámbito de lo sacro, sino que irriga toda la existencia humana
silenciosamente, infundiendo valor, impulsando hacia la lealtad y la
generosidad. Es una presencia que camina con los hombres y
mujeres en la cotidianeidad.
Por los caminos de la cotidianeidad
Éste es un desafío que hoy está llamando a las puertas de la VR:
cómo pensar la vida cotidiana como lugar de la presencia del Señor,
como lugar y espacio para vivir radicalmente el Evangelio . Pero hay
unos cuantos factores que amenazan ese entronque y con los que
tendríamos que establecer ruptura para acceder a esa vinculación a
la vida cotidiana como lugar normal de insertar la vida religiosa:
—Uno de esos elementos con los que necesitamos romper sería
nuestra concepción secreta de la vida religiosa como «estado de
excepción». Durante demasiado tiempo nos hemos creído
autoeximidos (¿será por aquello de que la vida religiosa está
«exenta»...?) de pasar por aquellas situaciones de normalidad que
vive la inmensa mayoría de la gente: conseguir un trabajo, disponer
de una vivienda, estirar un sueldo para llegar a fin de mes, asegurar
la enfermedad y la vejez... Darnos por supuesto que, si estamos
liberados de todas esas preocupaciones, es para que nada nos
distraiga de nuestra entrega al Reino; pero, en bastantes casos,
¿no es mucho suponer? ¿No tenemos que reconocer que hemos
hecho de esas «coberturas» una confortable instalación que nos
mantiene a salvo de muchos problemas, pero que no se traduce en
el pretendido espacio de libertad que haría de nosotros servidores
incondicionales del Evangelio? ¿No tendríamos que preguntarnos
cómo vivir el seguimiento de Jesús sin estar al margen de todo eso
que le ocurre a la gente cotidianamente?
—Podemos vivir convencidos de que estamos llamados a la
exquisitez del cristianismo, algo así como el filtiré3 de la
espiritualidad, y nos habituamos a un vocabulario de uso interno
lleno de palabras rotundas: Opción, Misión, Contemplación,
Inserción, Inculturación... Y son realidades importantísimas, pero
que necesitarían estar avaladas por el comprobante de que las
vamos traduciendo modestamente en los valores elementales de la
gente: no escapar de los aspectos conflictivos de la vida;
mantenerse en la palabra dada; aguantar en los momentos duros;
estar ahí cuando los amigos pasan una mala racha; adaptarse a los
ritmos que impone una persona mayor viviendo en casa, soportar,
sin hacerse la víctima, las inclemencias de pertenecer, simplemente,
al colectivo humano que aguanta pacientemente el turno del
ambulatorio, la llegada del autobús, la cola del mercado, el sofión
en la ventanilla de cualquier trámite, o la noche sentado en una silla
mientras se vela a un enfermo.
—Podemos vivir encantados diciendo que nuestro voto de
pobreza consiste en «un radical vaciamiento ante el misterio
insondable del Ser», y poner luego el grito en el cielo si en la
comunidad se llega al acuerdo de que hay que bajar la cuenta del
teléfono. Y nuestra castidad y obediencia serán, sin duda,
«desposeimiento gozoso que expresa nuestra fascinación por el
Absoluto», pero a veces, de puro fascinados y desposeídos, ni
siquiera nos enteramos de lo que les pasa a los de nuestro
alrededor, o les hacemos insufrible el trabajar o el convivir con
nosotros.
—Otro factor que nos aleja de la cotidianeidad es fruto de nuestra
pertenencia a una generación que ha sido iniciada a la VR a partir
de una cierta «lógica del héroe», con unos valores de generosidad,
de sacrificio y de deseo de grandes empresas por el Reino que el
postconcilio nos hizo vivir con entusiasmo. Pero el presente que
ahora vivimos no parece tener casi nada que ver con los valores en
que nos formaron ni con las experiencias que emprendimos. Las
palabras fuertes de antes ya no resuenan, los proyectos históricos
están en crisis, y no sabemos desenvolvernos en el ámbito modesto
y gris del cada día.
¿No experimentamos en estos momentos una llamada a
redescubrir el ser; a reconciliarnos con la oscuridad del «cada día»;
a no intentar ser superhombres o supermujeres, sino personas
cercanas y fraternas, dispuestas a reconocer sus limitaciones y sus
pobrezas, capaces de pedir ayuda y de dejarse completar y
confrontar?
—Nos pierde a veces también lo que podríamos llamar una
«celulitis laboral»: nos sentimos mesiánicamente responsables de lo
que consideramos «trabajos transformadores», pero a veces los
llevamos a cabo de manera que nos deshumanizan y pierden su
objetivo, que era el de conseguir un mundo más humano y más
vivible. Nos acecha el peligro de que nuestra vida esté regido por
nuestros quehaceres, y tenemos una tendencia malsana a
identificarnos con lo que hacemos (¿no habrá algo que esto en la
manera como a veces nos presentamos: «Me llamo... y TRABAJO
en...)?
¿No estaremos necesitando un cambio profundo en nuestro
ritmos de vida para llegar a poner a las personas por encima de los
proyectos, para volver a las relaciones esenciales, y que, poco a
poco, los trabajos se redimensionen y sean expresión de la vida
humana, de sus ritmos, necesidades y urgencias?
Nos haría falta un noviciado que nos iniciara en el aprendizaje de
la «compañía solidaria» de la gente; que nos esenñara a
relacionarnos sencillamente con los otros, sin el tinte iluminista y de
inconfesada superioridad de fases anteriores. Necesitamos corregir
la idea, aún arraigada en algunos, de que la vida religiosa puede
perder su carisma si se mezcla demasiado con grupos o personas
que tienen alternativas de vida diferentes. En el fondo, lo único que
haríamos con ello sería insertarnos en la tradición bíblica de un
pueblo que, desde el exilio, aprendió a dialogar con los no judíos
como condición necesaria para que su fe se universalizara.
Una gracia del momento presente es que estamos siendo
atraídos progresivamente a vivir la vida como una reciprocidad
sagrada de dones; a no considerarnos los bienhechores que dan
generosamente a los que no saben o no pueden o no tienen, sino a
entrar en unas relaciones mutuas en las que vayamos sabiendo en
qué consiste aquello que decía S. Agustín: «Con vosotros soy
cristiano».
Es totalmente distinto entrar en contacto con un grupo humano
para ayudarlo a que crezca, aprenda o acoja el Evangelio desde
nuestras pautas, que convivir con él escuchando y participando
desde la propia diferencia. En el primer caso, el religioso/a controla
las reglas del juego, es el experto, el paradigma y, aunque esté en
la periferia, sigue viviendo en su mundo, juzga y propone desde sus
propios parámetros. Nos cuesta salir del propio ámbito, aceptar
otras reglas y que sean otros quienes tengan el control; pero, en
realidad, sólo entonces nos hacemos capaces de «acoger el
Evangelio que nos viene al encuentro, no hacerle sombra ni con
nuestra cultura, ni con nuestro protagonismo, ni con nuestro miedo»
(Pedro Casaldáliga).
Y supone también una llamada a re-crear y re-fundar nuestra vida
comunitaria, porque podemos llegar a manifestar cercanía y
compasión hacia los pequeños de fuera y tener endurecidas las
entrañas hacia los de dentro. La vida comunitaria es más que una
«ventaja» para la vida apostólica, y tenemos mucho que crecer por
ahí. Podríamos decir, en clave de humor, que si Rut y Noemí, a
pesar de ser nuera y suegra, fueron capaces de entenderse tan
bien, la con-vocación y con-vivencia comunitarias son posibles.
3. Elías: descender más abajo
ELIAS/DESCENSO: En las narraciones que nos conservan el
recuerdo de Elías (I Re 172 Re 2) aparece insistentemente el tema
de los desplazamientos del profeta: se dirige al encuentro del rey (1
Re 17, I ), pero inmediatamente Dios le dice que se marcha al otro
lado del Jordán, y luego a Sarepta de Sidón (1 Re 17,3-10), a casa
de la viuda. En el capítulo 18 lo vemos en lo alto del monte Carmelo
desafiando a los sacerdotes de los baúles y bajando después, en
una carrera triunfal delante del carro del rey, hasta llegar a Yezreel
(1 Re 18). Pero enseguida lo encontramos huyendo hacia el
desierto y adentrándose allí por miedo a las amenazas de Jezabel
(1 Re 19,1-4). El camino que recorre Elías es el mismo que recorrió
Moisés, pero en dirección inversa: su peregrinación al Horeb, «el
monte de Dios», es un retorno a las fuentes del yahvismo, un
intento desesperado de volver a hacer en nombre de su pueblo la
experiencia de la Alianza.
Pero el desierto es duro y amenazador, y Elías, que vive en él un
momento de desesperación y agotamiento en el que se desea la
muerte, recibe, junto con el pan, una palabra que le recuerda su
debilidad: «el camino es demasiado largo para tus fuerzas» (1 Re
195-7); y comer aquel alimento le permite reemprender la marcha
durante cuarenta días con sus noches, hasta alcanzar
penosamente la cima del Horeb. Allí tiene lugar un encuentro con el
Señor, que ya no se comunica con su profeta en las claves que
eran familiares para Elías (el fuego, el viento, la tormenta), sino en
una brisa tenue como la que escucharon Eva y Adán en el jardín.
A lo mejor, él habría deseado, como Pedro en el Tabor, quedarse
allí; pero de nuevo recibe de Dios el reenvío hacia la misión
profética, y un poco más allá le encontramos de nuevo
enfrentándose con el rey a propósito de la viña y la vida
arrebatadas a Nabot (1 Re 21).
Una característica de todos los desplazamientos del profeta es lo
que podríamos llamar el «movimiento descendente»: Elías, como
expresa su nombre—«Mi Dios es YHWH>>, es el hombre del
absoluto de Dios. Su existencia está tocada por la gloria y la
presencia del Señor, subyugada por su mano, fascinada por su
trascendencia. Y ese Dios, a quien únicamente quiere servir, lo va a
ir conduciendo, desde la esfera del trato con el rey, al escenario
ínfimo de la casa de una viuda pobre y, además, pagana; desde el
triunfo de su desafío a los adoradores de Baal en el Carmelo y su
éxito en hacer llover después de tres años, al contacto con sus
propios límites en la soledad amenazadora del desierto; del paisaje
grandioso de la cumbre del Sinaí y su maravillosa teofanía, al
conflicto, al parecer minúsculo, del robo de unas viñas a un
campesino de Samaria...
Dios tiró de Elías hacia abajo, y él se dejó conducir, aunque,
quizá como Jonás, realizara a regañadientes ese itinerario
descendente.
Un «kairós» de descenso
Pienso qu el tema del descenso de la vida religiosa hacia el
mundo de los pobres es algo irreversible. La inserción entre los
pobres y marginados es, indudablemente, uno de los síntomas de
una VR que mira hacia adelante y su signo profético más claro. Es
verdad que, junto a eso, hay muchas voces que señalan con alarma
la existencia de cierta instalación y atonía y ven la VR aprisionada
en el ambiente acomodado-burgués al que mayoritariamente se
está abriendo.
De todos maneras, el punto de vista que voy a tomar para
reflexionar sobre este descender más abajo que hemos visto en
Elías, va a ser el de los aspectos de la vida religiosa que están hoy
en situación descendente o, por decirlo con lenguaje más familiar,
«en horas bajas»4, en momento de rupturas:
—Durante siglos, la VR tuvo visibilidad social, fuerza de atracción
y una gran capacidad de «significar» la experiencia cristiana para la
Iglesia y para la sociedad. Podía ser reconocida e identificada como
lugar referencial de sentido. Hoy, en cambio, su «rostro» no está lo
suficientemente nítido, y su «figura» no es ni lo convincente ni lo
significativa que podría esperarse después del esfuerzo de
renovación posconciliar.
—Tenemos una sensación de impasse, como si intuyésemos que
el proceso de renovación de la VR habría dado de sí todo lo que
era posible, y no por la limitación de las personas o por falta de
espíritu, sino porque una determinada «figura histórica» de VR
parece haber llegado a su fin. En palabras de C. Palacio:
«La configuración actual de la VR es el resultado de un proceso
histórico; por eso podemos hablar de una 'figura histórica'. Figura
no es sólo el conjunto de elementos que configuran la visibilidad de
una persona o de una institución, sino la unidad interna de los
mismos, lo que les da sentido y armonía, lo que hace que ellos se
vuelvan significativos. La figura de la VR traduce el espíritu de su
proyecto de vida. Pero los elementos que la componen no son
eternos, sino que llevan la huella del tiempo que los vio nacer y
desarrollarse. Lo que es la VR no se agota en sus expresiones,
pero es innegable que ella acaba por ser en sí misma aquello que
se hace para nosotros. Cuando se trata de una experiencia
encarnada, es difícil, si no imposible, separar el 'espíritu' del
'cuerpo', las expresiones visibles de aquello que las anima y les da
sentido. Es la grandeza y la miseria de toda 'figura histórica':
cuando ella entra en crisis, arrastra consigo toda una manera de
ver y de vivir la VR. Algo tiene que morir, sin que eso signifique
condenar a muerte a la misma VR.
Lo que le ocurre hoy a la VR en su conjunto es que una
determinada 'figura histórica' parece haber llegado a su fin. La
coherencia de esa figura reposaba sobre su capacidad de codificar
una serie de elementos recibidos de la tradición y sedimentados a lo
largo de la historia (p.ej., los votos o la vida comunitaria...), en la
seguridad pedagógica y psicológica que transmitían las estructuras
creadas para sustentar todo tipo de prácticas (espirituales,
comunitarias, etc.) que alimentaban la experiencia y la transposición
jurídica de esa experiencia teológico-espiritual, que acabaría por
dar a la VR la sensación de haber alcanzado su expresión definitiva.
Este conjunto articulado, coherente, armónico, encontró su
expresión teórica y su justificación en la teología tradicional de la VR
como 'estado de perfección'.
Existen muchos indicios de que estamos viviendo un momento de
ruptura con ese modelo. Es una ruptura que se transparenta en la
creciente conciencia crítica con relación a la situación real de la VR
(no de su idealización), en la búsqueda inquieta y polivalente de
otras formas y en las tensiones generadas por ese conflicto de
concepciones y opciones.
Esta ruptura no significa abandono de la tradición; al contrario:
los momentos creadores en la historia de la VR no se han hecho sin
rupturas profundas. Y quizá sea éste uno de esos momentos criticos
de la historia en los que la VR ha sido recreada en su totalidad»5.
Constatar todo esto provoca en nosotros un sentimiento de
desamparo, de incertidumbre y hasta de pesimismo. Como Elías,
después de haber vivido momentos de fuerza y de esplendor en el
Carmelo, hemos sido adentrados en la aridez del desierto y
estamos, como él, sin tener claro el rumbo, sentados debajo de la
retama sin ánimos de seguir adelante. Podríamos calificar esta
situación de la VR como un «kairós de descenso», en el que
estamos necesitando tocar fondo en esta conciencia de nuestra
pobreza y de nuestros límites y, desde lo hondo, gritar al Señor.
Y quizá recibamos entonces la visita del ángel, que nos trae ese
pan que es la Palabra de Dios y que nos recuerda que tenemos una
cita en el Horeb para vincularnos de nuevo con un Dios que nos
espera, pero que nos sorprenderá siempre; que nos arrancará
fuera de las cuevas y rincones en los que huimos de su presencia;
un Dios que siempre estará más allá de donde solíamos colocarle y
al que tendremos que aprender a reconocer en la «oscura noticia»
de su libertad imprevisible.
4. Jacob: entrar más adentro
JACOB/MAS-ADENTRO: Pero para adentrarnos en esa
oscuridad necesitamos la compañía de un cuarto personaje bíblico,
Jacob, el hombre que se adentra en la noche en un combate con el
mismo Dios. Escuchemos el relato:
«Aquella misma noche se levantó Jacob, tomó a sus dos mujeres
con sus dos siervas y a sus once hijos y cruzó el vado de Yabboq.
Les tomó y les hizo pasar el río e hizo pasar también todo lo que
tenía. Y se quedó Jacob solo.
Y alguien estuvo luchando con él hasta el amanecer. Pero, viendo
que no le podía, le tocó en la articulación del fémur y se dislocó el
fémur de Jacob mientras luchaba con aquél. Éste le dijo: 'Suéltame,
que ha amanecida'. Jacob le respondió: 'No te suelto hasta que me
hayas bendecido'. Dijo el otro: '¿Cuál es tu nombre?' 'Jacob'. 'En
adelante no te llamarás Jacob, sino Israel, porque has sido fuerte
contra Dios, y a los hombres los podrás'. Jacob le preguntó: 'Dime,
por favor, tu nombre' . '¿Para qué me preguntas mi nombre?' Y le
bendijo allí mismo.
Jacob llamó a aquel lugar Penuel, pues se dijo: 'He visto a Dios
cara a cara y tengo la vida a salvo'. Al amanecer había pasado
Penuel y cojeaba del muslo» (Gn 32,23-32).
Estamos ante un texto misterioso y oscuro en el que encontramos
palabras clave: solo, noche, lucha, amanecer, nombre, bendición.
«Jacob se quedó solo»: todo lo que posee (mujeres, hijos,
siervas, ganado), todo aquello que era el fruto de la bendición que
había arran
cado con engaños a su padre ciego, lo ha dejado en la otra orilla.
Y, lo mismo que Moisés cuando se dejaba envolver en la densidad
de la nube para encontrarse con Dios, Jacob se adentra solo en la
noche y comienza aquella lucha con el personaje misterioso que al
principio no habla. La oscuridad se hace aún más terrible cuando
no hay palabras y cuando no es posible identificar a través de ellas
al agresor.
Pero Jacob no se rinde; continúa luchando hasta que consigue
entrar en diálogo con el desconocido y hacerle hablar. Antes del
amanecer, las palabras pronunciadas son la primera luz proyectada
sobre la escena. Al combate sucede un intercambio de palabras, y
en ellas Jacob reconoce a alguien capaz de bendecirle y de darle
un nombre nuevo.
Luchando en medio de la noche
Como a Jacob, nos han tocado tiempos oscuros (¿hubo otros que
no lo fueran?); tiempos en que las cosas «no están claras» y nos
sentimos rodeados de muchas sombras que entenebrecen nuestra
vida. Eberhard Jüngel, comentando este textos, dice que es una
historia para personas «agredidas» y «asaltadas», una
«bienaventuranza» veterotestamentaria que declara dichoso a
alguien que no está maravillosamente protegido, sino atrozmente
maltratado por potencias oscuras y que, a pesar de estar medio
paralizado, no abandona el combate hasta que le es concedido
reconocer el rostro de Dios más allá del poderÍo de las tinieblas,
precisamente en el momento en que amanecía.
Pienso que, en momentos oscuros, nuestra tentación puede ser
la de huir hacia la trivialidad, escapar hacia la superficie para
quedar fuera del alcance de un Dios que nos invita a luchar con él
en medio de la noche. Preferimos vivir entretenidos, atareados,
enredados en nuestros pequeños problemas, transfugados hacia
zonas de alta seguridad donde no nos alcance el dolor de los otros,
la gravedad del misterio de Dios, el recuerdo peligroso del
Evangelio.
«La atención está vinculada al deseo. No a la voluntad, sino al
deseo. O, más exactamente, al consentimiento», decía Simone
Weil7; pero, si nuestra atención está tibia y adormecida, dispersa en
mil preocupaciones banales que nos absorben, podemos pasar los
días vagamente distraídos, vegetando entre la indiferencia y la
rutina. Ser religioso/a se convierte entonces en una apacible
manera de pasar la vida, en una instalada incoherencia entre lo que
afirmamos y lo que experimentamos realmente8.
Juan de la Cruz, experto en noches, habla de las «menudencias
que nos reparten la voluntad»9, del «hilo delgado que tiene asido al
pájaro»10, del Dios que «no consiente a otra cosa morar consigo
en uno»11; y en la sinceridad de nuestra conciencia sabemos
cuánto nos aferramos a mil ajetreos que nos distraen, a las prisas
que nos anestesian, a ocultas adquisiciones que nos satisfacen, a
pequeñas seguridades que nos tranquilizan.
Pero Dios puede ser un adversario peligroso, un luchador terco e
incansable, decidido a perseguirnos hasta darnos alcance. Acecha
por las cerraduras de nuestras puertas, se asoma por nuestras
celosías, nos asalta en las encrucijadas de nuestros caminos, se
empeña, una y otra vez, en arrancarnos de la distracción de
nuestros pequeños jardines y llevarnos al desierto para hablarnos
al corazón.
Y en esta conducción Dios tiene «aliados»: el emigrante sin
papeles, el chaval apaleado en la cárcel, los niños y jóvenes con el
futuro cerrado, aquella dominicana explotada, la familia del
adolescente enganchado, la gente sobre la que recae un exceso de
sufrimiento... Y también la urgencia sentida de luchar por el 0,7% o
de pertenecer a alguna plataforma de contacto con el Sur, o de
ponernos a discurrir cómo implicar en esa dirección a la gente con
la que trabajamos. A través de todo eso se nos acerca el Dios que
habita misteriosamente esas ausencias de donde pueden brotar la
blasfemia o la invocación.
Por eso tenemos que preguntarnos por dónde nos movemos, a
quiénes tratamos, a quiénes sentamos a la mesa de nuestro tiempo,
qué leemos...; porque hay relaciones, trabajos, lugares y lecturas
que nos mantienen en la intrascendencia, y otros que nos empujan
hacia las orillas del Yabbok, que nos adentran en el terreno de las
situaciones límite, allí donde se plantean las preguntas
fundamentales, las preguntas por la vida, la muerte, la felicidad, lo
humano, lo bueno... Allí donde quedamos expuestos al alto riesgo
de que Dios nos dé alcance para combatir con nosotros.
No será una experiencia nueva. Cada uno de nosotros, como
Jacob, guardamos una historia secreta de seducción, una
experiencia fundante de vinculación a Alguien que «nos atañe
incondicionalmente» y que tiene una pretensión de totalidad sobre
nosotros. Podemos empeñarnos en olvidar esa presencia que nos
amenaza como un río desbordado o como un fuego; pero estamos
marcados para siempre por la atracción obstinada de un amor que
quiere sumergirnos e incendiarnos. Es nuestra circulación
dislocada, la cicatriz de una herida que nos ha dejado señalados
para siempre.
Estamos a tiempo de atravesar el río y de disponernos a la lucha.
A tiempo de enderezar toda nuestra atención, toda la intensidad de
nuestra mirada y de nuestra escucha, toda la avidez de nuestras
manos tendidas hacia esa presencia que a veces no
experimentamos más que como una ausencia ardiente12.
Tenemos que aprender a exponernos al peligro de un encuentro
en medio de la noche y a permanecer en ella suplicando a Aquel
que combate con nosotros que nos bendiga y nos revele su
nombre.
Quizá cuando amanezca, y aunque caminemos cojeando,
habremos recibido de él un nombre nuevo.
Dolores ALEIXANDRE
SAL-TERRAE/94/06 Págs. 431-447
........................
1. Cf. A. DEMOUSTIER, «La vie religieuse: une parabole de son histoire»:
Christus 138 (Abril 1988)135-148.
3. Labor delicadísima consistente, como su mismo nombre indica, en tirar
de algunos hilos del tejido de manera que queden cuadritos formando un
dibujo y bordando encima. Prmclpiantes abstenerse. (Para profundizar en
el tema, cf. Enciclopedia de las Labores, Madrid 1990, p. 89).
4. Sigo aquí la reflexión de Carlos PALACIO en «El sacrificio de Isaac. Una
parábola de la VR»: CL4R XXI/3 (Marzo 1993) 16-27.
5. C. PALACIO, o.c., pp. 19-20.
6. «La lutte avec Dieu. Au gué du Yabbok, Gen 32,23-32»: Christus 138
(Abril 1988) 243-253.
7. Simone WEIL, La Pessanteur et la grace, Presses Pocket, p. 134.
8. Nos quejamos con frecuencia de lo difícil que nos resulta rezar, pero
tendríamos que preguntarnos si no estaremos infectados del virus
ambiental del horror al silencio. Porque, a lo mejor, lo que nos ocurre es
que el espacio en el que tenía que resonar la voz del «dulce huésped del
alma» está previamente ocupado por las voces de José Mª. García o de
Luis del Olmo...
9. Subida, Libro I, cap. 10,1.
10. Subida, Libro I, cap. 11,4.
11. Subida, Libro 1, cap. 5,8.
12. La kavaná de la tradición judía no es más que ese enderezamiento, esa
orientación de todo el ser hacia Dios, el acto que recoge todas las faenas
dispersas del yo. «La religión nace del fuego, de una llama que consume
las escorias de la mente y del alma, pero corre el riesgo de vivirse al
margen del fuego. 'El Señor habló a Moisés: Esto es lo que ha de dar
cada uno: medio siclo en siclos del santuario' (Ex 30,13). Rabí Meir decía:
'El Señor mostró a Moisés una moneda de fuego y le dijo: esto es lo que
pagaréis» (Citado por A. HESCHEL, God in Search of Man, New York
1955, p. 341).
________
Enviado por Josefina Fuensanta y colaborado por Juan G. Rajs
No comments:
Post a Comment