Este blog, para gozo de los Cooperadores Paulinos, es para informar al publico en general sobre la Pia Sociedad de San Pablo, su fundador, El Beato Alberione y la Madre Techla Merlo, alguien muy importante dentro de la Sociedad. Aqui veran publicados tambien articulos diferentes de interes para el Catolico de a pie y toda la Iglesia. Yo le oro a la Santisima Trinidad que me guie en esta tarea. Por favor oren por mi como yo lo hago por ustedes y la Familia Paulina. Que DIOS siempre les bendiga !
Friday, March 28, 2008
Semana santa: las homilías escondidas del Papa Benedicto
Semana santa: las homilías escondidas del Papa Benedicto
Escondidas excepto para los fieles que las han podido escuchar en vivo: pocos miles entre los 1,2 mil millones de católicos en el mundo. Aquí los textos completos. Una lectura obligatoria para entender este pontificado
por Sandro Magister
ROMA, 25 de marzo del 2008 – De las seis homilías pronunciadas por Benedicto XVI durante los ritos de semana santa de este año, sólo dos han tenido una amplia resonancia y han llegado a los oídos de millones de personas.
La primera es la leída al final del Vía Crucis del viernes santo y la otra es el mensaje “urbi et orbi” del domingo de Pascua. Ambas trasmitidas en directo por vía radiofónica y televisiva en numerosos países del globo.
Pero las otras cuatro no. Han llegado a pocos. O sea solamente a los pocos miles de fieles que estaban presentes en los ritos celebrados por el Papa y que entendían el italiano (porque entre ellos muchos eran extranjeros). A los que se agregan aquellos, también pocos, que las han leídos después en los medios de comunicación católicos en los días siguientes.
Si se piensa que los católicos en el mundo superan largamente los mil millones, el número de los que han escuchado o leído las homilías del Papa la semana pasada resulta más microscópico.
Sin embargo, estas homilías son uno de los tratados más reveladores del pontificado de Joseph Ratzinger. Son una veta del magisterio de este Papa teólogo y pastor.
Son inconfundiblemente escritos de su puño y letra. Y están inseparablemente ligadas a la celebración litúrgica en la que fue pronunciada cada una de ellas. Son obras maestras en su género.
La comparación que viene más natural es con las homilías de los Padres de la Iglesia. Por ejemplo, de León Magno, el primer Papa del que se ha conservado la predicación litúrgica. De san Ambrosio. De san Agustín.
Es una comparación iluminada también bajo el perfil comunicativo. Porque también las homilías de un León Magno, a su época, fueron escuchadas por pocos y leídas por muchos menos. Lo mismo se puede decir de san Agustín. Pero la influencia que la prédica de estos Padres ha tenido sobre la Iglesia ha sido igualmente grande y se ha dado a lo largo de los siglos.
No es imposible que por las homilías de Benedicto XVI ocurra algo análogo. Sólo es necesario que haya en la Iglesia personas que reconozcan la originalidad y la profundidad de la prédica litúrgica de este Papa. Y que actúen para propagar su conocimiento.
De Benedicto XVI han hecho noticia el libro sobre Jesús, las encíclicas, los grandes discursos sobre fe y razón. Desde hace un tiempo se ha encendido un interés también por sus discursos en las audiencias de los miércoles, dedicadas primero a los Apóstoles y ahora a los Padres de la Iglesia.
Sobre las homilías, en cambio, todavía falta una atención al menos igual. Pero basta leer las de la semana santa de este año – reproducidas más abajo – para entender cuan centrales son en el magisterio del Papa Benedicto.
Sorprende que la máquina comunicativa de la Santa Sede las haya desatendido hasta hoy. “L’Osservatore Romano” las publica con rapidez, pero para un círculo muy reducido de lectores, faltándole todavía a este diario un adecuado uso de internet. La Libreria Editrice Vaticana hasta ahora no ha producido ningún libro que recoja las homilías de Benedicto XVI en su conjunto o en varios tiempos litúrgicos, por ejemplo, las homilías de navidad, o las pascuales, mejor todavía si se les acompaña de los textos de las liturgias de las que hacen parte.
Más abajo, presentamos una muestra iluminadora: los textos completos de las seis homilías de Benedicto XVI en la semana santa 2008.
1. Domingo de Ramos
16 de marzo del 2008
Queridos hermanos y hermanas, año tras año el pasaje evangélico del Domingo de Ramos nos relata el ingreso de Jesús en Jerusalén. Junto a sus discípulos y a un grupo creciente de peregrinos, Él subió desde las llanuras de Galilea hacia la Ciudad Santa. Como peldaños de esta subida, los evangelistas nos han transmitido tres anuncios de Jesús referidos a su Pasión, señalando con esto al mismo tiempo el ascenso interior que se estaba cumpliendo en esta peregrinación. Jesús está en camino hacia el templo, hacia el lugar donde Dios, como dice el Deuteronomio, había querido “fijar la sede” de su nombre (cf. 12, 11; 14, 23). El Dios que ha creado el cielo y la tierra se ha dado un nombre, ha permanecido invocable, más aún, ha permanecido casi tangible por parte de los hombres. Ningún lugar puede contenerLo y, sin embargo, o precisamente por esto, Él mismo se da un lugar y un nombre, a fin de que Él personalmente, el Dios verdadero, pueda ser venerado como Dios en medio de nosotros. Gracias al relato sobre Jesús cuando tenía doce años de edad, sabemos que Él ha reverenciado al templo como la casa de su Padre, como su casa paterna. Ahora vuelve a este templo, pero su recorrido va más allá: la última meta de su subida a Jerusalén es la Cruz. Es la subida que la Epístola a los Hebreos describe como el ascenso hacia la tienda no fabricada por manos de hombre, hasta encontrarse en presencia de Dios. El ascenso hacia la presencia de Dios pasa a través de la Cruz. Es el ascenso hacia “el amor hasta el extremo” (cf. Jn 13, 1), el cual es el monte verdadero de Dios, el lugar definitivo del contacto entre Dios y el hombre.
Durante el ingreso a Jerusalén, la gente rinde homenaje a Jesús como hijo de David, con las palabras del Salmo 118 [117] de los peregrinos: “¡Hosanna al hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en lo más alto de los cielos!” (Mt 21, 9). Luego, Él llega al templo. Pero allí, donde debía ser el espacio del encuentro entre Dios y el hombre, Él encuentra comerciantes de animales y cambistas que, con sus negocios, ocupan el lugar de oración. Es cierto que los animales que había allí a la venta estaban destinados al sacrificio de inmolación en el templo. Además, no se podían usar en el templo las monedas en las que estaban representados los emperadores romanos (quienes eran adversarios del Dios verdadero), por eso era necesario cambiarlas por monedas que no tuvieran imágenes idolátricas. Pero todo esto podría haber sido erigido más lejos: el espacio donde ahora sucedía esto debía ser, según había sido diseñado, el atrio de los paganos. De hecho, el Dios de Israel era el único Dios de todos los pueblos. Y aunque, para decirlo de alguna manera, los paganos no entraban en el interior de la Revelación, sin embargo podían asociarse, en el atrio de la fe, a la oración al único Dios. El Dios de Israel, el Dios de todos los hombres, estaba a la espera siempre también de sus oraciones, de sus búsquedas, de sus invocaciones. Ahora, por el contrario, primaban los negocios – negocios legalizados por la autoridad competente que, a su vez, participaba de las ganancias de los mercaderes. Los mercaderes actuaban en forma correcta, según las disposiciones vigentes, pero este mismo ordenamiento legal era corrupto. “La avidez es idolatría”, dice la Epístola a los Colosenses (cf. 3, 5). Ésta es la idolatría que Jesús encuentra y frente a la cual cita a Isaías - "Mi casa será llamada casa de oración " (Mt 21, 13; cf. Is 56, 7) - y a Jeremías - "Pero vosotros la habéis convertido en una cueva de ladrones” (Mt 21, 13; cf. Jer 7, 11). Contra el ordenamiento malinterpretado, Jesús defiende con su gesto profético el orden verdadero que se encuentra en la Ley y en los Profetas.
Todo esto nos debe hacer pensar también a nosotros como cristianos: 'nuestra fe es lo suficientemente pura y abierta, para que a partir de ella también “los paganos”, las personas que hoy están en búsqueda y tienen sus interrogantes, puedan intuir la luz del único Dios, asociarse en los atrios de la fe a nuestra oración y con su preguntar convertirse quizás también ellos en adoradores? 'La conciencia que la avidez es idolatría está presente también en nuestro corazón y en nuestra praxis de vida? 'No será que, probablemente y de diversas maneras, dejamos entrar a los ídolos también en el mundo de nuestra fe? 'Estamos dispuestos siempre a dejarnos purificar de nuevo por el Señor, permitiéndoLe expulsar de nosotros y de la Iglesia todo lo que se Le opone?
Pero en la purificación del templo hay en juego algo más que la lucha contra los abusos, ya que se preconiza una nueva hora de la historia. Ahora está comenzando lo que Jesús había anunciado a la samaritana, al responder a su pregunta respecto a la adoración verdadera: “ha llegado el momento, y es éste, en el que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre busca tales adoradores” (Jn 4, 23). Ha concluido el tiempo en el que se inmolaban animales para Dios. Desde mucho tiempo atrás los sacrificios de animales habían sido una sustitución lastimosa, un gesto de nostalgia del verdadero modo de adorar a Dios. La Epístola a los Hebreos ha puesto como lema de la vida y del obrar de Jesús una frase del Salmo 40 [39]: "Tú no has querido ni sacrificios ni ofrenda, pero me has preparado un cuerpo" (Hb 10, 5). En lugar de los sacrificios cruentos y de las ofrendas de alimentos se introduce el cuerpo de Cristo, se introduce Él mismo. Solamente “el amor hasta el extremo”, sólo el amor que se dona totalmente a Dios en favor de los hombres es el culto verdadero, el sacrificio verdadero. Adorar en espíritu y en verdad significa adorar en comunión con El que es la verdad; significa adorar en comunión con su Cuerpo, en el que el Espíritu Santo nos reúne.
Los evangelistas nos narran que, en el proceso contra Jesús, se presentaron falsos testigos, quienes afirmaron que Jesús había dicho: “puedo destruir el templo de Dios y reconstruirlo en tres días” (Mt 26, 61). Frente a Cristo clavado en la Cruz, algunos que se burlaban de Él hacen referencia a la misma frase, al gritarle: “Tú que destruyes el templo y lo reconstruyes en tres días, ¡sálvate a ti mismo!” (Mt 27, 40). La versión justa de la frase, tal como salió de la boca del mismo Jesús, es la que ha transmitido Juan en su relato de la purificación del templo. Frente al pedido de un signo con el que Jesús debía legitimarse para una acción de ese tipo, el Señor respondió: “Destruid este templo y en tres días lo reconstruiré” (Jn 2, 18 y ss.). Juan agrega que, al recordar ese acontecimiento luego de la Resurrección, los discípulos comprendieron que Jesús había hablado del Templo de su Cuerpo (Jn 2, 21 y ss.). No es Jesús quien destruye el templo: éste es entregado a la destrucción mediante la actitud de aquéllos que, en lugar de encuentro de todos los pueblos con Dios, lo han transformado en una “cueva de ladrones”, en un lugar para sus negocios. Pero como ocurre siempre a partir de la caída de Adán, el fracaso de los hombres se convierte en la ocasión para un compromiso todavía más grande del amor de Dios respecto a nosotros. La hora del templo de piedra, la hora del sacrificio de los animales estaba superada: que ahora el Señor expulse a los mercaderes no sólo impide un abuso, sino que indica el nuevo obrar de Dios. Se forma el nuevo Templo: Jesucristo mismo, en quien el amor de Dios se inclina sobre los hombres. Él, en su vida, es el Templo nuevo y viviente. Él, que ha pasado a través de la Cruz y ha resucitado, es el espacio viviente de espíritu y vida en el que se realiza la adoración justa. De este modo, como culminación del ingreso solemne de Jesús en Jerusalén, la purificación del templo es además el signo de la inminente ruina del edificio y de la promesa del nuevo Templo; es la promesa del reino de la reconciliación y del amor que, en comunión con Cristo, se instaura más allá de toda frontera.
San Mateo, cuyo Evangelio escuchamos a lo largo de este año, se refiere al final del relato del Domingo de Ramos, luego de la purificación del templo, a dos pequeños acontecimientos que, nuevamente, tienen carácter profético y una vez más nos revelan claramente la verdadera voluntad de Jesús. Inmediatamente después de la frase de Jesús sobre la casa de oración de todos los pueblos, el evangelista continúa de esta manera: “En el templo se le acercaron ciegos y cojos y Él los curó”. Además de esto, Mateo nos dice que los niños repetían en el templo la aclamación que los peregrinos habían entonado cuando Él ingresó a la ciudad: “Hosanna el Hijo de David” (Mt 21, 14 y ss.). Jesús contrapone su bondad sanadora al comercio de animales y a los negocios con dinero. Aquélla es la verdadera purificación del templo. Él no se presenta como destructor, tampoco viene con la espada del revolucionario. Viene con el don de la curación. Se dedica a aquéllos que, a causa de su enfermedad, son arrojados a los confines de la vida y a los límites de la sociedad. Jesús muestra a Dios como Aquél que ama, y su poder como el poder del amor. Nos dice entonces qué es lo que formará parte para siempre del culto justo de Dios: curar, servir, la bondad que sana.
Están también los niños que rinden homenaje a Jesús como hijo de David y entonan el “Hosanna”. Jesús les había dicho a sus discípulos que, para entrar en el Reino de Dios, ellos deberían volver a ser como niños. Él mismo, que abraza al mundo entero, se ha hecho pequeño para venir a nuestro encuentro, para encaminarnos hacia Dios. Para reconocer a Dios debemos abandonar la soberbia que nos deslumbra y que quiere llevarnos lejos de Dios, como si Dios fuese nuestro competidor. Para encontrar a Dios es necesario ser capaces de ver con el corazón. Debemos aprender a ver con un corazón joven, que no es obstaculizado por prejuicios y que no se deslumbra por intereses. Es por eso que en los pequeños que Lo reconocen, porque poseen un idéntico corazón libre y abierto, la Iglesia ha visto la imagen de los creyentes de todas las épocas y también su propia imagen.
Queridos amigos, en esta hora nos asociamos a la procesión de los jóvenes de ahora, una procesión que atraviesa toda la historia. Junto a los jóvenes de todo el mundo vamos al encuentro de Jesús. A partir de Él nos dejamos guiar hacia Dios, para aprender de Dios mismo el modo recto de ser hombres. Con Él agradecemos a Dios, porque con Jesús, el Hijo de David, nos ha regalado un espacio de paz y de reconciliación que abraza al mundo. Recémosle a Él, a fin de que también nosotros seamos con Él y a partir de Él mensajeros de su paz, a fin de que en nosotros y en torno a nosotros crezca su Reino. Amén.
2. Jueves Santo. Misa crismal
20 de marzo del 2008
Queridos hermanos y hermanas, cada año la Misa Crismal nos exhorta a entrar en ese “sí” a la llamada de Dios que hemos pronunciado en el día de nuestra Ordenación sacerdotal. "Adsum – eccomi!", hemos dicho como Isaías, cuando sintió la voz de Dios que preguntaba: "'A quién mandaré y quien irá por mí?". "¡Aquí estoy, mándame!", respondió Isaías (Is 6, 8). Luego el Señor mismo, mediante las manos del Obispo, nos impuso las manos y nosotros nos hemos ofrecido para llevar a cabo la misión que Él nos confiara. En forma sucesiva hemos recorrido muchos caminos en el marco de su llamada. Podemos afirmar siempre lo que san Pablo, luego de años de servicio al Evangelio (servicio muchas veces fatigoso y marcado por sufrimientos de todo género), escribió a los corintios: "Nuestro celo no disminuye en ese ministerio que, por la misericordia de Dios, nos ha sido confiado " (cf. 2 Cor 4, 1). "Nuestro celo no disminuye". Oremos en este día, para que ese celo se encienda siempre, para que se alimente permanentemente de la llama viva del Evangelio.
Al mismo tiempo, el Jueves Santo es para nosotros una ocasión para preguntarnos siempre de nuevo: 'A qué le hemos dicho “sí”? 'Qué es este “ser sacerdote de Jesucristo"? El Canon de nuestro Misal, que fue redactado probablemente ya a fines del siglo II en Roma, describe la esencia del ministerio sacerdotal con las palabras con las que se describía en el libro del Deuteronomio (18, 5. 7) la esencia del sacerdocio veterotestamentario: astare coram te et tibi ministrare [estar de pie en tu presencia y servirte]. En consecuencia, son dos las tareas que definen la esencia del ministerio sacerdotal: en primer lugar, el "estar frente al Señor". En el Libro del Deuteronomio esto se lee en el contexto del precepto previo, según el cual los sacerdotes no recibían ninguna porción de terreno en Tierra Santa, ya que ellos vivían de Dios y para Dios. No se ocupaban de las habituales labores necesarias para el sustento de la vida cotidiana. Su profesión era “estar delante del Señor” –contemplarLo, estar a Su disposición. De este modo, en definitiva, la frase indicaba una vida en la presencia de Dios y, con ello también, un ministerio en representación de los otros. Así como los otros cultivaban la tierra, de la que también vivía el sacerdote, de la misma manera éste mantenía el mundo abierto hacia Dios, debía vivir con la mirada dirigida a Él. Si esta frase se encuentra ahora en el Canon de la Misa, inmediatamente después de la consagración de los dones, luego de la entrada del Señor en la asamblea en oración, entonces esto indica para nosotros el estar delante del Señor presente, es decir, indica a la Eucaristía como centro de la vida sacerdotal. Pero también aquí lo señalado va más allá. En el himno de la Liturgia de las Horas que durante la cuaresma introduce el Oficio de Lecturas –el Oficio que en la vida monástica se rezaba durante la hora de la vigilia nocturna, delante de Dios y por los hombres – se describe una de las obligaciones de la cuaresma con el imperativo: arctius perstemus in custodia – permanezcamos en guardia en la forma más profunda. En la tradición del monacato sirio, los monjes eran caracterizados como “los que están de pie”; el estar de pie era la expresión de la actitud vigilante. Lo que aquí se consideraba que era deber de los monjes, podemos verlo también con razón como expresión de la misión sacerdotal y como interpretación justa de la frase del Deuteronomio: el sacerdote debe ser alguien que vigila, debe estar en guardia frente a las potencias apremiantes del mal. Debe mantener despierto al mundo para Dios. Debe ser alguien que está de pie: erguido frente a las corrientes de la época; erguido en la verdad; erguido en el esfuerzo a favor del bien. En el sentido más profundo, estar delante del Señor debe ser siempre también un hacerse cargo de los hombres en el Señor, quien a su vez se hace cargo de todos nosotros en el Padre. Y debe ser un hacerse cargo de Él, de Cristo, de su palabra, de su verdad, de su amor. El sacerdote debe ser recto, impávido y dispuesto a recibir ultrajes a causa del Señor, como muestra el libro de los Hechos de los Apóstoles: ellos estaban “contentos de haber sido ultrajados, por amar el nombre de Jesús" (5, 41).
Pasemos ahora a la segunda frase, la que el Canon retoma del texto del Antiguo Testamento – "estar delante de ti y servirte". El sacerdote debe ser una persona recta, vigilante, una persona que está erguida. A todo esto se agrega entonces el servir. En el texto veterotestamentario, esta frase tiene un significado esencialmente ritual: a los sacerdotes se les reservaba todas las acciones del culto previstas por la Ley. Pero este obrar según el rito era catalogado como servicio, como una labor de servicio, y así se explica con qué espíritu debían ejercerse esas actividades. Al asumir la palabra “servir” en el Canon, este significado litúrgico del término se adopta en un cierto modo, en forma acorde a la novedad del culto cristiano. Lo que el sacerdote hace en ese momento, en la celebración de la Eucaristía, es servir, cumplir un servicio a Dios y un servicio a los hombres. El culto que Cristo ha efectuado al Padre ha sido el de ofrecerse hasta el extremo por los hombres. El sacerdote debe insertarse en este culto, en este servicio. De este modo, la palabra “servir” comporta muchas dimensiones. Por cierto, ante todo forma parte la recta celebración de la Liturgia y de los Sacramentos en general, realizada con la participación interior. Debemos aprender a comprender cada vez más la sagrada Liturgia en toda su esencia, desarrollar una viva familiaridad con ella, para que se convierta en el alma de nuestra vida cotidiana. Es así que celebramos en modo justo, es así que emerge desde sí el “ars celebrandi”, el arte de celebrar. En este arte no debe haber nada que sea artificial. Si la Liturgia es una labor central del sacerdote, significa también que la oración debe ser una realidad prioritaria que hay que aprender siempre de nuevo y cada vez más profundamente en la escuela de Cristo y de los santos de todas las épocas. Ya que la Liturgia cristiana, por su naturaleza es también siempre anuncio, debemos ser personas que tienen familiaridad con la Palabra de Dios, la aman y la viven. Sólo entonces podremos explicarla de modo adecuado. "Servir al Señor" – el servicio sacerdotal significa precisamente también aprender a conocer al Señor en su Palabra y hacerlo conocer a todos los que Él nos confía.
Por último, forman parte del servir también otros dos aspectos. Nadie está tan próximo a su señor como el siervo que tiene acceso a la dimensión más privada de su vida. En este sentido, “servir” significa vecindad, requiere familiaridad. Esta familiaridad conlleva también un peligro: que lo sagrado continuamente encontrado por nosotros se convierta para nosotros en algo habitual, con lo cual se apaga el temor reverencial. Condicionados por todas las costumbres, no percibimos más el hecho grande, nuevo y sorprendente: que Él mismo está presente, nos habla, se dona a nosotros. Debemos luchar sin tregua contra este acostumbramiento a la realidad extraordinaria, contra la indiferencia del corazón, reconociendo una y otra vez nuestra insuficiencia y la gracia que hay en el hecho que Él se pone así en nuestras manos. Servir significa vecindad, pero sobre todo significa también obediencia. El siervo está bajo la frase “¡no se haga mi voluntad, sino la tuya!” (Lc 22, 42). Con esta frase, Jesús ha librado en el Huerto de los Olivos la batalla decisiva contra el pecado, contra la rebelión del corazón caído. El pecado de Adán consistió precisamente en el hecho que él quiso realizar su voluntad y no la de Dios. La tentación de la humanidad es siempre la de querer ser totalmente autónoma, de seguir solamente la propia voluntad y de considerar que solamente así seríamos libres, que solamente gracias a una similar libertad sin límites el hombre sería completamente hombre. Pero justamente así nos ponemos en contra de la verdad, pues la verdad es que nosotros debemos compartir nuestra libertad con los otros y podemos ser libres únicamente en comunión con ellos. Esta libertad compartida puede ser verdadera libertad, sólo si con ella entramos en lo que constituye la medida misma de la libertad, si entramos en la voluntad de Dios. Esta obediencia fundamental que forma parte del ser humano - un ser no desde sí y sólo por sí mismo -, se torna todavía más concreta en el sacerdote: no nos anunciamos a nosotros mismos, sino a Él y a su Palabra que no podíamos concebir por nosotros solos. Anunciamos la Palabra de Cristo en una forma justa sólo en comunión con su Cuerpo. Nuestra obediencia es un creer con la Iglesia, un pensar y hablar con la Iglesia, un servir con ella. En esto se hace presente siempre también lo que Jesús predijo a Pedro: “serás llevado adonde no quieras”. Este hacerse guiar hacia donde no queremos es una dimensión esencial de nuestro servir, y es precisamente lo que nos hace libres. En este ser guiados, que puede ser contrario a nuestras ideas y proyectos, experimentamos lo nuevo: la riqueza del amor de Dios.
"Estar delante de Él y servirLo". Jesucristo, como el verdadero Sumo Sacerdote del mundo, ha otorgado a estas palabras una profundidad antes inimaginable. Él, que como Hijo era y es el Señor, ha querido convertirse en ese siervo de Dios que ha previsto la visión del Libro del profeta Isaías. Ha querido ser el siervo de todos. Ha representado la totalidad de su sumo sacerdocio en el gesto del lavado de los pies. Con el gesto del amor hasta el extremo, Él lava nuestros pies sucios, con la humildad de su servir nos purifica de la enfermedad de nuestra soberbia. De este modo nos hace capaces de convertirnos en comensales de Dios. Él ha descendido, y el verdadero ascenso del hombre se realiza ahora en nuestro descender con Él y hacia Él. Su elevación es la Cruz. Es el descenso más profundo y, como amor impulsado hasta el extremo, es al mismo tiempo la culminación del ascenso, la verdadera “elevación” del hombre. "Estar delante de Él y servirLo" significa ahora entrar en su llamada de siervo de Dios. La Eucaristía como presencia del descenso y ascenso de Cristo remite de este modo siempre, más allá de sí misma, a los múltiples modos del servicio del amor al prójimo. En este día, pidamos al Señor el don de poder decir nuevamente, en el sentido mencionado, nuestro “sí” a su llamada: “Aquí estoy. Mándame, Señor” (Is 6, 8). Amén.
3. Jueves Santo. Misa en la Cena del Señor
20 de marzo del 2008
Queridos hermanos y hermanas, san Juan inicia su relato sobre cómo Jesús lavó los pies de sus discípulos con un lenguaje particularmente solemne, casi litúrgico. “Antes de la fiesta de Pascua, Jesús, sabiendo que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, luego de haber amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (13, 1). Ha llegado la “hora” de Jesús, hacia la cual estaba dirigido su obrar desde el comienzo. San Juan describe con dos palabras lo que constituye el contenido de esta hora: pasaje (metabainein, metabasis) y amor /"agape". Las dos palabras se explican recíprocamente, ambas describen en forma conjunta la Pascua de Jesús: cruz y resurrección, la crucifixión como elevación, como “pasaje” a la gloria de Dios, como un “pasar” del mundo al Padre. No es como si Jesús, luego de una breve visita en el mundo, ahora simplemente partiese y retornara al Padre. El pasaje es una transformación: Él lleva consigo su carne, su ser hombre. Es como si sobre la cruz, en el donarse a sí mismo, Él se fundiese y transformase en un nuevo modo de ser, en el que ahora está siempre con el Padre y al mismo tiempo con los hombres. Transforma la Cruz, el acto de muerte, en un acto de donación, de amor hasta el extremo. Con esta expresión “hasta el extremo”, Juan anticipa la última frase de Jesús en la Cruz: todo ha llegado a su término, “se ha cumplido” (19, 30). Mediante su amor, la Cruz se convierte en "metabasis", transformación del ser hombre en el ser partícipe de la gloria de Dios. En esta transformación, Él nos envuelve a todos nosotros, atrayéndonos dentro de la fuerza transformadora de su amor, al punto que en nuestro ser con Él, nuestra vida se convierte en “pasaje”, en transformación. Así recibimos la redención, es decir, el ser partícipes del amor eterno, una condición a la que tendemos con nuestra entera existencia.
Este proceso esencial de la hora de Jesús es representado en el lavado de los pies, en una especie de acto simbólico profético. En éste, Jesús pone de manifiesto, precisamente con un gesto concreto, lo que el gran himno cristológico de la Epístola a los Filipenses describe como el contenido del misterio de Cristo. Jesús depone los atuendos de su gloria, se ciñe con el “paño” de la humanidad y se hace esclavo. Lava los pies sucios de los discípulos y los hace así capaces de acceder al banquete divino al que Él los invita. En lugar de las purificaciones cultuales y exteriores que purifican ritualmente al hombre, pero dejándonos tal como somos, se introduce el baño nuevo: Él nos purifica mediante su palabra y su amor, mediante la donación de sí mismo. “Vosotros estáis ya limpios por la palabra que os he anunciado”, dirá a los discípulos en el discurso sobre la vid (Jn 15, 3). Él nos lava siempre de nuevo con su palabra. Sí, si acogemos las palabras de Jesús con una actitud de meditación, de oración y de fe, ellas desarrollan en nosotros su fuerza purificadora. Día tras día estamos como cubiertos con una suciedad que reviste múltiples formas: palabras vacías, prejuicios, una sabiduría reducida y alterada. Se infiltra continuamente en nuestro ser íntimo una semifalsedad de múltiples formas o una falsedad clara y evidente. Todo esto ofusca y contamina nuestra alma, nos amenaza con la incapacidad para la verdad y para el bien. Si acogemos las palabras de Jesús con un corazón atento, ellas se revelan como verdaderos lavados, como purificaciones del alma y del hombre interior. Es esto a lo que nos invita el pasaje evangélico del lavado de los pies: que nos dejemos lavar siempre de nuevo por esta agua pura, hacernos capaces de la comunión conviviente con Dios y con los hermanos. Pero del costado de Jesús, luego del golpe de lanza del soldado, salió no sólo agua, sino también sangre (Jn 19, 34; cf. 1 Jn 5, 6. 8). Jesús no sólo ha hablado, no sólo nos ha dejado palabras. Él se dona a sí mismo. Nos lava con la fuerza sagrada de su sangre, es decir, con su donarse “hasta el extremo”, hasta la Cruz. Su palabra es más que un simple hablar, es carne y sangre “para la vida del mundo” (Jn 6, 51). En los santos Sacramentos, el Señor se arrodilla siempre de nuevo delante de nuestros pies y nos purifica. ¡RecémosLe, a fin de que del baño sagrado de su amor seamos siempre impregnados más profundamente y así seamos verdaderamente purificados!
Si escuchamos el Evangelio con atención, podemos vislumbrar en el acontecimiento del lavado de los pies dos aspectos diferentes. El lavado que Jesús ofrece a sus discípulos es ante todo simplemente acción suya – el don de la pureza, de la “capacidad para Dios” ofrecida a ellos. Pero el don se convierte luego en un modelo: la tarea de hacer lo mismo los unos por los otros. Los Padres de la Iglesia han calificado esta duplicidad de aspectos del lavado de los pies con las palabras "sacramentum" y "exemplum". En este contexto, "Sacramentum" significa no uno de los siete sacramentos, sino el misterio de Cristo en su totalidad, desde la encarnación hasta la cruz y la resurrección. Esta totalidad se convierte en la fuerza sanadora y santificadora; la fuerza transformadora para los hombres se convierte en nuestra "metabasis", en nuestra transformación en una nueva forma de ser, en la apertura para Dios y en la comunión con Él. Pero este nuevo ser que Él simplemente nos da, sin mérito alguno de nuestra parte, debe luego transformarse en nosotros en la dinámica de una nueva vida. La totalidad de don y ejemplo, que encontramos en la perícopa del lavado de los pies, es característica de la naturaleza del cristianismo en general. En relación con el moralismo, el cristianismo es algo superior y diferente. Al comienzo no está nuestro hacer, nuestra capacidad moral. El cristianismo es ante todo don: Dios se dona a nosotros, no nos da algo sino que se da a sí mismo. Y esto acontece no sólo al comienzo, en el momento de nuestra conversión: Él permanece continuamente como el que dona. Una y otra vez nos ofrece sus dones y nos precede siempre. Por eso el acto central del ser cristiano es la Eucaristía: la gratitud por haber sido gratificados, la alegría por la vida nueva que Él nos da.
Pero con esto no permanecemos como destinatarios pasivos de la bondad divina. Dios nos gratifica como “socios” [partner] personales y vivos. El amor donado es la dinámica del “amar juntos”, quiere ser en nosotros una nueva vida a partir de Dios. Así comprendemos la palabra que, al término del relato del lavado de los pies, Jesús dice a sus discípulos y a todos nosotros: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros; como yo los he amado, de la misma manera amaos también los unos a los otros” (Jn 13, 34). El “mandamiento nuevo” no consiste en una norma nueva y difícil, que hasta ahora no existía. El mandamiento nuevo consiste en amar juntos con Aquél que nos ha amado primero. Así debemos comprender también el Sermón de la montaña. Éste no significa que Jesús haya dado en ese momento preceptos nuevos que representaban exigencias de un humanismo más sublime que el precedente. El Sermón de la montaña es un camino de entrenamiento en el identificarse con los sentimientos de Cristo (cf. Fil 2, 5), un camino de purificación interior que nos conduce a un vivir juntos con Él. Lo nuevo es el don que nos introduce en la mentalidad de Cristo. Si consideramos esto, percibimos cuán lejos estamos frecuentemente en nuestra vida de esta novedad del Nuevo Testamento; cuán poco damos a la humanidad el ejemplo de amar en comunión con su amor. En este sentido, quedamos en deuda con ella respecto a la prueba de credibilidad de la verdad cristiana, la cual se demuestra en el amor. Precisamente por esto queremos orar tanto más al Señor para que, mediante su purificación, nos haga maduros para el nuevo mandamiento.
En el Evangelio del lavado de los pies, el diálogo de Jesús con Pedro presenta todavía otro detalle de la praxis de la vida cristiana, a la que, para concluir, queremos dirigir nuestra atención. En un primer momento, Pedro no quiso dejarse lavar los pies, pues este trastocamiento del orden, es decir, que el maestro – Jesús – lave los pies, que el amo asuma el servicio del esclavo, contrastaba totalmente con su temor reverencial hacia Jesús, con su concepto de la relación entre maestro y discípulo. “No me lavarás jamás los pies”, dice a Jesús con su pasión habitual (Jn 13, 8). Es la misma mentalidad que, luego de la profesión de fe en Jesús, Hijo de Dios, en Cesarea de Filipo, lo había impulsado a oponerse a Él, cuando anticipó la condenación y la cruz: “¡Esto no te sucederá jamás!”, había declarado Pedro categóricamente (Mt 16, 22). Su concepto del Mesías acarreaba una imagen majestuosa, de grandeza divina. Debía aprender siempre de nuevo que la grandeza de Dios es diferente de nuestra idea de la grandeza; que aquélla consiste precisamente en descender, en la humildad del servicio, en la radicalidad del amor hasta la total auto-inmolación. Y también debemos aprenderlo siempre de nuevo, porque sistemáticamente deseamos un Dios del éxito y no de la Pasión; porque no estamos en condiciones de darnos cuenta que el Pastor viene como Cordero que se dona y nos conduce así a los pastos apropiados.
Cuando el Señor dice a Pedro que sin el lavado de los pies él no podría tener parte con Él, inmediatamente Pedro pide con ímpetu que le sean lavadas también la cabeza y las manos. A continuación sigue la frase misteriosa de Jesús: “quien se ha bañado sólo necesita lavarse los pies” (Jn 13, 10). Jesús alude a un baño que sus discípulos, según las prescripciones rituales, ya habían llevado a cabo; para la participación en el banquete solamente era necesario el lavado de los pies. Pero naturalmente hay oculto en esto un significado más profundo. 'A qué alude? No lo sabemos con certeza. En todo caso, tengamos presente que el lavado de los pies, según el sentido de todo el capítulo, no indica un Sacramento específico particular, sino el "sacramentum Christi" en su totalidad – su servicio de salvación, su descenso hasta la cruz, su amor hasta el fin, que nos purifica y nos hace capaces de Dios. Pero aquí, con la distinción entre el baño y el lavado de los pies, se hace perceptible además una alusión a la vida en la comunidad de los discípulos, a la vida en la comunidad de la Iglesia, una alusión que quizás Juan quiere transmitir conscientemente a las comunidades de su tiempo. Ahora parece claro que el baño que nos purifica definitivamente y que no debe ser repetido es el Bautismo – el estar inmersos en la muerte y resurrección de Cristo, un hecho que cambia profundamente nuestra vida, dándonos como una nueva identidad que se conserva, si no la arrojamos como hizo Judas. Aunque permanezcamos con esta nueva identidad, por la comunión de vida con Jesús, tenemos necesidad del “lavado de los pies”. 'Por qué? Me parece que la Primera Epístola de san Juan nos da la clave para comprenderlo. En ella se lee: “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, él – que es fiel y justo – nos perdonará los pecados y nos purificará de toda culpa” (1, 8 y ss.). Tenemos necesidad del “lavado de los pies”, del lavado de los pecados de cada día, y por eso tenemos necesidad de la confesión de los pecados. No sabemos cómo se ha desarrollado esto precisamente en las comunidades joáneas. Pero la dirección indicada por las palabras de Jesús a Pedro es obvia: para ser capaces de participar en la comunidad de vida con Jesucristo debemos ser sinceros, debemos reconocer que también pecamos, pese a nuestra nueva identidad de bautizados. Tenemos necesidad de la confesión, tal como ella toma forma en el Sacramento de la reconciliación. En éste, el Señor nos lava siempre de nuevo los pies sucios y nosotros podemos sentarnos a la mesa con Él.
Pero de este modo asume un nuevo significado también la palabra con la que el Señor ensancha el "sacramentum", haciéndolo el "exemplum", un don, un servicio para el hermano: “Si entonces yo, el Señor y Maestro, he lavado vuestros pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros” (Jn 13, 14). Debemos lavarnos los pies unos a otros en el servicio cotidiano recíproco del amor. Pero debemos lavarnos los pies también en el sentido que siempre de nuevo nos perdonemos los unos a los otros. La deuda que el Señor nos ha perdonado es siempre infinitamente más grande que todas las deudas que otros puedan tener respecto a nosotros (cf. Mt 18, 21-35). El Jueves Santo nos exhorta a esto: a no dejar que el rencor hacia el otro se convierta en lo más profundo en un envenenamiento del alma; nos exhorta a purificar continuamente nuestra memoria, perdonándonos recíprocamente de corazón, lavando los pies los unos a los otros, para así poder ir juntos al banquete de Dios.
El Jueves Santo es un día de agradecimiento y de alegría por el gran don del amor hasta el extremo que el Señor nos ha hecho. Queremos orar al Señor en esta hora, a fin de que el agradecimiento y la alegría se conviertan en nosotros en la fuerza de amar juntos con su amor. Amén.
4. Viernes Santo. Via Crucis
21 de marzo del 2008
Queridos hermanos y hermanas, también en este año hemos recorrido el camino de la cruz, el Vía Crucis, volviendo a evocar con fe las etapas de la pasión de Cristo. Nuestros ojos han vuelto a contemplar los sufrimientos y la angustia que nuestro Redentor tuvo que soportar en la hora del gran dolor, que supuso la cumbre de su misión terrena. Jesús muere en la cruz y yace en el sepulcro. El día del Viernes Santo, tan impregnado de tristeza humana y de religioso silencio, se cierra en el silencio de la meditación y de la oración. Al volver a casa, también nosotros, como quienes asistieron al sacrificio de Jesús, nos golpeamos el pecho, evocando lo que sucedió. 'Es posible permanecer indiferentes ante la muerte del Señor, del Hijo de Dios? Por nosotros, por nuestra salvación se hizo hombre, para poder sufrir y morir.
Hermanos y hermanas: dirijamos hoy a Cristo nuestras miradas, con frecuencia distraídas por disipados y efímeros intereses terrenos. Detengámonos a contemplar su cruz. La cruz, manantial de vida y escuela de justicia y de paz, es patrimonio universal de perdón y de misericordia. Es prueba permanente de un amor oblativo e infinito que llevó a Dios a hacerse hombre, vulnerable como nosotros, hasta morir crucificado.
A través del camino doloroso de la cruz, los hombres de todas las épocas, reconciliados y redimidos por la sangre de Cristo, se han convertido en amigos de Dios, hijos del Padre celestial. «Amigo», así llama Jesús a Judas y le dirige el último y dramático llamamiento a la conversión. «Amigo», llama a cada uno de nosotros, porque es auténtico amigo de todos nosotros. Por desgracia, no siempre logramos percibir la profundidad de este amor sin fronteras que Dios nos tiene. Para Él no hay diferencia de raza y cultura. Jesucristo murió para liberar a la antigua humanidad de la ignorancia de Dios, del círculo de odio y violencia, de la esclavitud del pecado. La Cruz nos hace hermanos y hermanas.
Pero preguntémonos, en este momento, qué hemos hecho con este don, qué hemos hecho con la revelación del rostro de Dios en Cristo, con la revelación del amor de Dios que vence al odio. Muchos, también en nuestra época, no conocen a Dios y no pueden encontrarlo en el Cristo crucificado. Muchos están en búsqueda de un amor o de una libertad que excluya a Dios. Muchos creen que no tienen necesidad de Dios.
Queridos amigos: Tras haber vivido juntos la pasión de Jesús, dejemos que en esta noche nos interpele su sacrificio en la cruz. Permitámosle que ponga en crisis nuestras certezas humanas. Abrámosle el corazón. Jesús es la verdad que nos hace libres para amar. No tengamos miedo: al morir, el Señor destruyó el pecado y salvó a los pecadores, es decir, a todos nosotros. El apóstol Pedro escribe: «sobre el madero llevó nuestros pecados en su cuerpo a fin de que, muertos a nuestros pecados, viviéramos para la justicia» (I Pedro 2, 24). Esta es la verdad del Viernes Santo: en la cruz, el Redentor nos ha hecho hijos adoptivos de Dios, que nos creó a su imagen y semejanza. Permanezcamos, por tanto, en adoración ante la cruz.
Cristo, danos la paz que buscamos, la alegría que anhelamos, el amor que llene nuestro corazón sediento de infinito. Esta es nuestra oración en esta noche, Jesús, Hijo de Dios, muerto por nosotros en la cruz y resucitado al tercer día. Amén.
5. Vigilia Pascual
22 de marzo del 2008
Queridos hermanos y hermanas, en su discurso de despedida, Jesús anunció a los discípulos su inminente muerte y resurrección con una frase misteriosa: "Me voy y vuelvo a vuestro lado" (Jn 14,28). Morir es partir. Aunque el cuerpo del difunto aún permanece, él personalmente se marchó hacia lo desconocido y nosotros no podemos seguirlo (cf. Jn 13,36). Pero en el caso de Jesús existe una novedad única que cambia el mundo. En nuestra muerte el partir es una cosa definitiva, no hay retorno. Jesús, en cambio, dice de su muerte: "Me voy y vuelvo a vuestro lado". Justamente en su irse, él regresa. Su marcha inaugura un modo totalmente nuevo y más grande de su presencia. Con su muerte entra en el amor del Padre. Su muerte es un acto de amor. Ahora bien, el amor es inmortal. Por este motivo su partida se transforma en un retorno, en una forma de presencia que llega hasta lo más profundo y no acaba nunca. En su vida terrena Jesús, como todos nosotros, estaba sujeto a las condiciones externas de la existencia corpórea: a un determinado lugar y a un determinado tiempo. La corporeidad pone límites a nuestra existencia. No podemos estar contemporáneamente en dos lugares diferentes. Nuestro tiempo está destinado a acabarse. Entre el yo y el tú está el muro de la alteridad. Ciertamente, amando podemos entrar, de algún modo, en la existencia del otro. Queda, sin embargo, la barrera infranqueable del ser diversos. Jesús, en cambio, que a través del amor ha sido transformado totalmente, está libre de tales barreras y límites. Es capaz de atravesar no sólo las puertas exteriores cerradas, como nos narran los Evangelios (cf. Jn 20, 19). Puede atravesar la puerta interior entre el yo y el tú, la puerta cerrada entre el ayer y el hoy, entre el pasado y el porvenir. Cuando, en el día de su entrada solemne en Jerusalén, un grupo de griegos pidió verlo, Jesús contestó con la parábola del grano de trigo que, para dar mucho fruto, tiene que morir. Con eso predijo su propio destino: no se limitó simplemente a hablar unos minutos con este o aquel griego. A través de su Cruz, de su partida, de su muerte como el grano de trigo, llegaría realmente a los griegos, de modo que ellos pudieran verlo y tocarlo en la fe. Su partida se convierte en un venir en el modo universal de la presencia del Resucitado, en el cual Él está presente ayer, hoy y siempre; en el cual abraza todos los tiempos y todos los lugares. Ahora puede superar también el muro de la alteridad que separa el yo del tú. Esto sucedió con Pablo, quien describe el proceso de su conversión y Bautismo con las palabras: "vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 20). Mediante la llegada del Resucitado, Pablo ha obtenido una identidad nueva. Su yo cerrado se ha abierto. Ahora vive en comunión con Jesucristo, en el gran yo de los creyentes que se han convertido –como él define– en "uno en Cristo" (Ga 3, 28).
Queridos amigos, se pone así de manifiesto, que las palabras misteriosas de Jesús en el Cenáculo ahora –mediante el Bautismo– se hacen de nuevo presentes para vosotros. Por el Bautismo el Señor entra en vuestra vida por la puerta de vuestro corazón. Nosotros no estamos ya uno junto al otro o uno contra el otro. Él atraviesa todas estas puertas. Ésta es la realidad del Bautismo: Él, el Resucitado, viene, viene a vosotros y une su vida a la vuestra, introduciéndoos en el fuego vivo de su amor. Formáis una unidad, sí, una sola cosa con Él, y de este modo una sola cosa entre vosotros. En un primer momento esto puede parecer muy teórico y poco realista. Pero cuanto más viváis la vida de bautizados, tanto más podréis experimentar la verdad de esta palabra. Las personas bautizadas y creyentes no son nunca realmente ajenas las unas para las otras. Pueden separarnos continentes, culturas, estructuras sociales o también acontecimientos históricos. Pero cuando nos encontramos nos conocemos en el mismo Señor, en la misma fe, en la misma esperanza, en el mismo amor, que nos conforman. Entonces experimentamos que el fundamento de nuestras vidas es el mismo. Experimentamos que en lo más profundo de nosotros mismos estamos enraizados en la misma identidad, a partir de la cual todas las diversidades exteriores, por más grandes que sean, resultan secundarias. Los creyentes no son nunca totalmente extraños el uno para el otro. Estamos en comunión a causa de nuestra identidad más profunda: Cristo en nosotros. Así la fe es una fuerza de paz y reconciliación en el mundo: la lejanía ha sido superada, estamos unidos en el Señor (cf. Ef 2, 13).
Esta naturaleza íntima del Bautismo, como don de una nueva identidad, está representada por la Iglesia en el Sacramento a través de elementos sensibles. El elemento fundamental del Bautismo es el agua; junto a ella está, en segundo lugar, la luz que, en la Liturgia de la Vigilia Pascual, destaca con gran eficacia. Echemos solamente una mirada a estos dos elementos. En el último capítulo de la Carta a los Hebreos se encuentra una afirmación sobre Cristo, en la que el agua no aparece directamente, pero que, por su relación con el Antiguo Testamento, deja sin embargo traslucir el misterio del agua y su sentido simbólico. Allí se lee: "El Dios de la paz, hizo subir de entre los muertos al gran pastor de las ovejas, nuestro Señor Jesús, en virtud de la sangre de la alianza eterna" (cf. 13, 20). En esta frase resuena una palabra del Libro de Isaías, en la que Moisés es calificado como el pastor que el Señor ha hecho salir del agua, del mar (cf. 63, 11). Jesús aparece como el nuevo y definitivo Pastor que lleva a cabo lo que Moisés hizo: nos saca de las aguas letales del mar, de las aguas de la muerte. En este contexto podemos recordar que Moisés fue colocado por su madre en una cesta en el Nilo. Luego, por providencia divina, fue sacado de las aguas, llevado de la muerte a la vida, y así –salvado él mismo de las aguas de la muerte– pudo conducir a los demás haciéndolos pasar a través del mar de la muerte. Jesús ha descendido por nosotros a las aguas oscuras de la muerte. Pero en virtud de su sangre, nos dice la Carta a los Hebreos, ha sido arrancado de la muerte: su amor se ha unido al del Padre y así desde la profundidad de la muerte ha podido subir a la vida. Ahora nos eleva de la muerte a la vida verdadera. Sí, esto es lo que ocurre en el Bautismo: Él nos atrae hacía sí, nos atrae a la vida verdadera. Nos conduce por el mar de la historia a menudo tan oscuro, en cuyas confusiones y peligros corremos el riesgo de hundirnos frecuentemente. En el Bautismo nos toma como de la mano, nos conduce por el camino que atraviesa el Mar Rojo de este tiempo y nos introduce en la vida eterna, en aquella verdadera y justa. ¡Apretemos su mano! Pase lo que pase, ¡no soltemos su mano! De este modo caminamos sobre la senda que conduce a la vida.
En segundo lugar está el símbolo de la luz y del fuego. Gregorio de Tours narra la costumbre, que se ha mantenido durante mucho tiempo en ciertas partes, de encender el fuego para la celebración de la Vigilia Pascual directamente con el sol a través de un cristal: se recibía, por así decir, la luz y el fuego nuevamente del cielo para encender luego todas las luces y fuegos del año. Esto es un símbolo de lo que celebramos en la Vigilia Pascual. Con la radicalidad de su amor, en el que el corazón de Dios y el corazón del hombre se han entrelazado, Jesucristo ha tomado verdaderamente la luz del cielo y la ha traído a la tierra –la luz de la verdad y el fuego del amor que transforma el ser del hombre. Él ha traído la luz, y ahora sabemos quién es Dios y cómo es Dios. Así también sabemos cómo están las cosas respecto al hombre; qué somos y para qué existimos. Ser bautizados significa que el fuego de esta luz ha penetrado hasta lo más íntimo de nosotros mismos. Por esto, en la Iglesia antigua se llamaba también al Bautismo el Sacramento de la iluminación: la luz de Dios entra en nosotros; así nos convertimos nosotros mismos en hijos de la luz. No queremos dejar que se apague esta luz de la verdad que nos indica el camino. Queremos preservarla de todas las fuerzas que pretenden extinguirla para arrojarnos en la oscuridad sobre Dios y sobre nosotros mismos. La oscuridad, de vez en cuando, puede parecer cómoda. Puedo esconderme y pasar mi vida durmiendo. Pero nosotros no hemos sido llamados a las tinieblas, sino a la luz. En las promesas bautismales encendemos, por así decir, nuevamente, año tras año esta luz: sí, creo que el mundo y mi vida no provienen del azar, sino de la Razón eterna y del Amor eterno; han sido creados por Dios omnipotente. Sí, creo que en Jesucristo, en su encarnación, en su cruz y resurrección se ha manifestado el Rostro de Dios; que en Él Dios está presente entre nosotros, nos une y nos conduce hacia nuestra meta, hacia el Amor eterno. Sí, creo que el Espíritu Santo nos da la Palabra verdadera e ilumina nuestro corazón; creo que en la comunión de la Iglesia nos convertimos todos en un solo Cuerpo con el Señor y así caminamos hacia la resurrección y la vida eterna. El Señor nos ha dado la luz de la verdad. Esta luz es también al mismo tiempo fuego, fuerza de Dios, una fuerza que no destruye, sino que quiere transformar nuestros corazones, para que nosotros seamos realmente hombres de Dios y para que su paz actúe en este mundo.
En la Iglesia antigua existía la costumbre de que el Obispo o el sacerdote después de la homilía exhortara a los creyentes exclamando: "Conversi ad Dominum" –volveos ahora hacia el Señor. Eso significaba ante todo que ellos se volvían hacia el Este –en la dirección del sol naciente como señal del retorno de Cristo, a cuyo encuentro vamos en la celebración de la Eucaristía. Donde, por alguna razón, eso no era posible, dirigían su mirada a la imagen de Cristo en el ábside o a la Cruz, para orientarse interiormente hacia el Señor. Porque, en definitiva, se trataba de este hecho interior: de la conversio, de dirigir nuestra alma hacia Jesucristo y, de ese modo, hacia el Dios viviente, hacia la luz verdadera. A esto se unía también otra exclamación que aún hoy, antes del Canon, se dirige a la comunidad creyente: "Sursum corda" –levantemos el corazón, fuera de la maraña de todas nuestras preocupaciones, de nuestros deseos, de nuestras angustias, de nuestra distracción– levantad vuestros corazones, vuestra interioridad. Con ambas exclamaciones se nos exhorta de alguna manera a renovar nuestro Bautismo: Conversi ad Dominum –siempre debemos apartarnos de los caminos equivocados, en los que tan a menudo nos movemos con nuestro pensamiento y obras. Siempre tenemos que dirigirnos a Él, que es el Camino, la Verdad y la Vida. Siempre hemos de ser "convertidos", dirigir toda la vida a Dios. Y siempre tenemos que dejar que nuestro corazón sea sustraído de la fuerza de gravedad, que lo atrae hacia abajo, y levantarlo interiormente hacia lo alto: en la verdad y el amor. En esta hora damos gracias al Señor, porque en virtud de la fuerza de su palabra y de los santos Sacramentos nos indica el itinerario justo y atrae hacia lo alto nuestro corazón. Y lo pedimos así: Sí, Señor, haz que nos convirtamos en personas pascuales, hombres y mujeres de la luz, colmados del fuego de tu amor. Amén.
6. Domingo de Pascua
23 de marzo del 2008
"Resurrexi, et adhuc tecum sum. Alleluia! He resucitado, estoy siempre contigo. ¡Aleluya!". Queridos hermanos y hermanas, Jesús, crucificado y resucitado, nos repite hoy este anuncio gozoso: es el anuncio pascual. Acojámoslo con íntimo asombro y gratitud.
"Resurrexi et adhuc tecum sum – He resucitado y aún y siempre estoy contigo". Estas palabras, entresacadas de una antigua versión del Salmo 138 (v.18b), resuenan al comienzo de la Santa Misa de hoy. En ellas, al surgir el sol de la Pascua, la Iglesia reconoce la voz misma de Jesús que, resucitando de la muerte, colmado de felicidad y amor, se dirige al Padre y exclama: Padre mío, ¡heme aquí! He resucitado, todavía estoy contigo y lo estaré siempre; tu Espíritu no me ha abandonado nunca. Así también podemos comprender de modo nuevo otras expresiones del Salmo: "Si escalo al cielo, allí estás tú, si me acuesto en el abismo, allí te encuentro... Por que ni la tiniebla es oscura para ti, la noche es clara como el día; para ti las tinieblas son como luz" (Sal 138, 8.12). Es verdad: en la solemne vigilia de Pascua las tinieblas se convierten en luz, la noche cede el paso al día que no conoce ocaso. La muerte y resurrección del Verbo de Dios encarnado es un acontecimiento de amor insuperable, es la victoria del Amor que nos ha liberado de la esclavitud del pecado y de la muerte. Ha cambiado el curso de la historia, infundiendo un indeleble y renovado sentido y valor a la vida del hombre.
"He resucitado y estoy aún y siempre contigo". Estas palabras nos invitan a contemplar a Cristo resucitado, haciendo resonar en nuestro corazón su voz. Con su sacrificio redentor Jesús de Nazaret nos ha hecho hijos adoptivos de Dios, de modo que ahora podemos introducirnos también nosotros en el diálogo misterioso entre Él y el Padre. Viene a la mente lo que un día dijo a sus oyentes: "Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar" (Mt 11,27). En esta perspectiva, advertimos que la afirmación dirigida hoy por Jesús resucitado al Padre, – "Estoy aún y siempre contigo" – nos concierne también a nosotros, que somos hijos de Dios y coherederos con Cristo, si realmente participamos en sus sufrimientos para participar en su gloria (cf. Rm 8,17). Gracias a la muerte y resurrección de Cristo, también nosotros resucitamos hoy a la vida nueva, y uniendo nuestra voz a la suya proclamamos nuestro deseo de permanecer para siempre con Dios, nuestro Padre infinitamente bueno y misericordioso.
Entramos así en la profundidad del misterio pascual. El acontecimiento sorprendente de la resurrección de Jesús es esencialmente un acontecimiento de amor: amor del Padre que entrega al Hijo para la salvación del mundo; amor del Hijo que se abandona en la voluntad del Padre por todos nosotros; amor del Espíritu que resucita a Jesús de entre los muertos con su cuerpo transfigurado. Y todavía más: amor del Padre que "vuelve a abrazar" al Hijo envolviéndolo en su gloria; amor del Hijo que con la fuerza del Espíritu vuelve al Padre revestido de nuestra humanidad transfigurada. Esta solemnidad, que nos hace revivir la experiencia absoluta y única de la resurrección de Jesús, es un llamamiento a convertirnos al Amor; una invitación a vivir rechazando el odio y el egoísmo y a seguir dócilmente las huellas del Cordero inmolado por nuestra salvación, a imitar al Redentor "manso y humilde de corazón", que es descanso para nuestras almas (cf. Mt 11,29).
Hermanas y hermanos cristianos de todos los rincones del mundo, hombres y mujeres de espíritu sinceramente abierto a la verdad: que nadie cierre el corazón a la omnipotencia de este amor redentor. Jesucristo ha muerto y resucitado por todos: ¡Él es nuestra esperanza! Esperanza verdadera para cada ser humano. Hoy, como hizo en Galilea con sus discípulos antes de volver al Padre, Jesús resucitado nos envía también a todas partes como testigos de su esperanza y nos garantiza: Yo estoy siempre con vosotros, todos los días, hasta el fin del mundo (cf. Mt 28,20). Fijando la mirada del alma en las llagas gloriosas de su cuerpo transfigurado, podemos entender el sentido y el valor del sufrimiento, podemos aliviar las múltiples heridas que siguen ensangrentando a la humanidad, también en nuestros días. En sus llagas gloriosas reconocemos los signos indelebles de la misericordia infinita del Dios del que habla al profeta: Él es quien cura las heridas de los corazones desgarrados, quien defiende a los débiles y proclama la libertad a los esclavos, quien consuela a todos los afligidos y ofrece su aceite de alegría en lugar del vestido de luto, un canto de alabanza en lugar de un corazón triste (cf. Is 61,1.2.3). Si nos acercamos a Él con humilde confianza, encontraremos en su mirada la respuesta al anhelo más profundo de nuestro corazón: conocer a Dios y entablar con Él una relación vital en una auténtica comunión de amor, que colme de su mismo amor nuestra existencia y nuestras relaciones interpersonales y sociales. Para esto la humanidad necesita a Cristo: en Él, nuestra esperanza, "fuimos salvados" (cf. Rm 8,24)
Cuántas veces las relaciones entre personas, grupos y pueblos, están marcadas por el egoísmo, la injusticia, el odio, la violencia, en vez de estarlo por el amor. Son las llagas de la humanidad, abiertas y dolientes en todos los rincones del planeta, aunque a veces ignoradas e intencionadamente escondidas; llagas que desgarran el alma y el cuerpo de innumerables hermanos y hermanas nuestros. Éstas esperan obtener alivio y ser curadas por las llagas gloriosas del Señor resucitado (cf. 1 P 2, 24-25) y por la solidaridad de cuantos, siguiendo sus huellas y en su nombre, realizan gestos de amor, se comprometen activamente en favor de la justicia y difunden en su alrededor signos luminosos de esperanza en los lugares ensangrentados por los conflictos y dondequiera que la dignidad de la persona humana continúe siendo denigrada y vulnerada. El anhelo es que precisamente allí se multipliquen los testimonios de benignidad y de perdón.
Queridos hermanos y hermanas, dejémonos iluminar por la luz deslumbrante de este Día solemne; abrámonos con sincera confianza a Cristo resucitado, para que la fuerza renovadora del misterio pascual se manifieste en cada uno de nosotros, en nuestras familias y nuestros Países. Se manifieste en todas las partes del mundo. No podemos dejar de pensar en este momento, de modo particular, en algunas regiones africanas, como Dafur y Somalia, en el martirizado Oriente Medio, especialmente en Tierra Santa, en Irak, en Líbano y, finalmente, en Tibet, regiones para las cuales aliento la búsqueda de soluciones que salvaguarden el bien y la paz. Invoquemos la plenitud de los dones pascuales por intercesión de María que, tras haber compartido los sufrimientos de la Pasión y crucifixión de su Hijo inocente, ha experimentado también la alegría inefable de su resurrección. Que, al estar asociada a la gloria de Cristo, sea Ella quien nos proteja y nos guíe por el camino de la solidaridad fraterna y de la paz. Éstos son mis anhelos pascuales, que transmito a los que estáis aquí presentes y a los hombres y mujeres de cada nación y continente unidos con nosotros a través de la radio y de la televisión. ¡Feliz Pascua!
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Todas las homilías de Benedicto XVI, año por año, en el sitio web del Vaticano:
> Homilías
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En esta página de www.chiesa, las homilías de Benedicto XVI en la semana santa del 2007:
> Pascua en Roma: las homilías secretas del sucesor de Pedro (11.4.2007)
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Los textos del Vía Crucis papal del viernes santo, escritos por el cardenal Joseph Zen Ze-kiun, obispo de Hong Kong:
> Vía Crucis
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La noche del sábado 22 de marzo del 2008, durante la vigilia pascual en San Pietro, Benedicto XVI bautizó a 7 nuevos cristianos, 5 mujeres y 2 hombres, provenientes de Italia, Camerún, de China, de los Estados Unidos y del Perú.
Entre estos había un convertido del Islam, Magdi Allam, 56 años, nacido en Egipto y ciudadano italiano, escritor y periodista de fama, subdirector “ad personam” del “Corriere della Sera”.
Poco antes del rito, el padre Federico Lombardi, director de la sala de prensa de la Santa Sede, declaró:
“Para la Iglesia católica cada persona que pide recibir el bautismo después de una profunda búsqueda personal, una elección plenamente libre y una adecuada preparación, tiene el derecho de recibirlo.
"Por su parte, el Santo Padre administra el Bautismo en el curso de la liturgia pascual a los catecúmenos que les han sido presentados, sin hacer ‘diferencia entre personas’, o sea considerándolos a todos igualmente importantes frente al amor de Dios y bienvenidos en la comunidad de la Iglesia”.
Al bautismo de Magdi Allam www.chiesa dedicará pronto un servicio.
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Traducción en español de José Arturo Quarracino, Buenos Aires, Argentina, y de Juan Diego Muro, Lima, Perú.
Contribucion de Juan Rajs. G.
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